viernes. 29.03.2024

Improviso deprisa y corriendo una crónica para despedir a uno de los mejores carteles publicitarios que hemos tenido y que tendremos jamás en la isla de Lanzarote: José Saramago. Ha muerto el genio, y por supuesto que ha nacido la leyenda.

Tuve la enorme suerte de conocer a Saramago en la presentación que hizo de uno de sus libros en la sede de la Fundación César Manrique hace ahora unos trece o catorce años. A su lado estaba el periodista Juan Cruz, que ejerció de maestro de ceremonias de la transcripción novelada que hizo el escritor portugués de sus primeras vivencias en Lanzarote. Ese día los periodistas que estábamos allí pudimos conocer al genio, pero también al hombre. Todavía no había sido galardonado con el Nóbel, pero casi todos sabíamos que era cuestión de tiempo que lo consiguiera. No éramos adivinos, estaba en todas las quinielas. Sin embargo, afrontaba esta cuestión con una naturalidad pasmosa. Daba la sensación de que eso del Nóbel le importaba tanto como lo que iba a comer ese día, que finalmente fue un plato de lentejas de su tierra de adopción. Con esa serenidad que transmitía su cristalina mirada, con esa paz interior que afloraba por los poros de su ya avejentada piel, fue hablando con todos y cada uno de los que estábamos allí. Yo le dije que quería ser escritor como él (qué osado era hace trece o catorce años), y no voy a contar lo que me dijo. Algún día sí diré lo que me escribió en el libro que guardo como oro en paño en una de las mejores estanterías de mi casa. Lo tengo presente cada día cuando me levanto por la mañana. Fue un encuentro maravilloso, en los tiempos en los que en la prensa no había tantas prisas y había mucho mejor ambiente del que hay ahora, en este estresado y asirocado mundo de preguntas sin respuesta.

No voy a hablar de su increíble trayectoria vital. Eso probablemente lo harán otros mucho mejor que yo. Sí quiero hablar de la buena persona que había dentro de ese montón de huesos y piel que era José Saramago. También quiero hablar de lo emocionado que le vi el día que Lanzarote le reconoció lo mucho que estaba haciendo para trasladar al mundo las excelencias de la que él consideraba que era su “casa”. Fue por merecimiento el Hijo Adoptivo por excelencia, y lo fue además en un acto reivindicativo, en el que se significó como el batallador hombre de izquierdas que era. Saramago se ocupaba de casi todo. Llegó a pedir a los políticos presentes que su pueblo, Tías, recuperara su nombre original, el de Tías de Fajardo. No entendía por qué le habían cambiado el nombre. Alguien que caminaba por las nubes era capaz de descender a la tierra con la facilidad con la que yo ahora mismo abriré uno de sus libros para recordarle.

Es un día tremendamente triste, especialmente para mi madre. Ya he contado en más de una ocasión que mi madre es la culpable de que ame la literatura, incluso que me dedique a ella de forma torpe y casi absurda perdiendo tiempo y dinero. Fue ella la que me hizo valorar la poesía, entenderla, la que me introdujo en la obligación de leer todo aquello que cae en mis manos, una afición que por desgracia ahora no puedo desarrollar porque entre mis manos hay casi siempre una revoltosa criatura de poco más de un año y otra de tres. Literatura y niños es absolutamente incompatible. No recuerdo cuántas discusiones habré tenido con mi madre por culpa de Saramago. Para ella está Dios y después el escritor portugués. No hay una sola obra suya que no haya releído, no hay frase a la que no saque partido. Todo en Saramago es válido para mi madre, que este triste viernes, como diría Alejandro Sanz, tiene el corazón partido. Lo siento tanto por ella casi como lo siento por Pilar del Río, su inseparable sombra, otro ejemplo más de que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer.

Saramago ha sido, es y será un genio, pero no un genio cualquiera, un genio cercano. Coincidí una vez con él en un aeropuerto unos años después del encuentro en la Fundación, y no tuve el valor de acercarme para decirle, como sí le dije en la antigua casa de César Manrique, lo mucho que le admiraba. No fue por timidez, fue simplemente por no molestarle. Parecía abstraído y meditabundo, tal vez envuelto en alguno de los muchos proyectos literarios que siempre tenía en mente. Si le hubiera saludado en aquel momento, le habría dado las gracias por escribir “El Evangelio según Jesucristo”, una obra maestra que me hizo ver a Jesús como el verdadero hombre que seguro que fue y no como el Dios que algunos nos pintaron que era. Estoy convencido de que estos dos genios cercanos tendrán desde hoy interesantísimas charlas en ese lugar en el que terminaremos coincidiendo todos. Discutirán mucho, pero terminarán poniéndose de acuerdo. Son gente de paz, gente de bien.

Lanzarote está de luto, y espero que esté a la altura de alguien que devolvió con creces lo que encontró a su llegada. Que descanse en paz el hombre, y que viva eternamente el genio, el genio cercano.

P.D.: Mi madre me ha preguntado de qué modo se puede hacer llegar un mensaje suyo a la familia. Imagino que la Fundación César Manrique facilitará algún sistema para que la gente pueda trasladar estos mensajes al genio y a su familia

Adiós a Saramago, adiós al genio cercano
Comentarios