miércoles. 24.04.2024

Decía un profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense que el Estado de Autonomías, ligeramente consolidado en la Constitución Española, no es la mejor opción para España. Pero para bien o para mal, teniendo en cuenta los ánimos políticos y el miedo al resurgir del odio que reinaban en la época, no hubo más remedio que apostar por este modelo intermedio entre el centralismo y el federalismo. Un modelo prácticamente inventado sobre la marcha, cogiendo fórmulas de aquí y allá para procurar que todo el mundo quedara contento. Y todo el mundo eran, por un lado, la derecha y la izquierda políticas, en posiciones casi antagónicas, en las que por cierto siguen hasta el día de hoy. Y por otro, los territorios, las futuras comunidades autónomas, cada cual con sus propias aspiraciones, en algunos casos independentistas.

Si por las autonomías fuera, ahora viviríamos en un estado federal, pero no era ése el sentir de una mayoría de españoles incrustados en el tradicional eje derecha - izquierda. El centralismo casi ni se discutió como posibilidad, porque había sido el modelo de Franco. Y el federalismo fue desechado tanto por los conservadores, que vieron en él una puerta abierta al desmembramiento de España, como por la izquierda tradicional, aún en la órbita marxista, que entendió que este modelo generaría grandes desigualdades entre los territorios. En realidad, creo que la mayoría de los padres de la Constitución, representantes de las ideologías más clásicas, hubieran preferido el centralismo, pero por allí no iban a pasar las ahora llamadas comunidades históricas.

Descartados los modelos que tan bien funcionan en el resto de Europa, nació el Estado de las Autonomías, inspirado en el regionalismo italiano. Aquí hay que decir que Italia es probablemente el estado democrático más desastroso de Occidente. Víctima de su sistema político y modelo electoral, es la democracia más inestable de Europa. Prueba de ello son los continuos vetos, amenazas y roturas de pactos a los que son sometidos absolutamente todos los gobiernos del país trasalpino.

Han pasado tres décadas y puede que sea el momento para volver a plantearse el modelo de Estado que queremos. Parece que la opción que más se deja querer por los ciudadanos es el federalismo, según revelan algunas encuestas recientes. Aún a fuerza de las medidas correctoras de las últimas décadas, este modelo seguiría comportando los riesgos que veían en él los socialistas a finales de los setenta. Desigualdad territorial, comunidades de primera y de segunda. Además, habría que discutir el derecho a la soberanía de los estados federados, y sobre todo, qué comunidades tendrían derecho a ostentar esta categoría.

Fuera como fuera, el modelo español se ha revelado como un fracaso. Cualquiera se pierde buscando la ventanilla que tiene que aporrear para resolver un problema. Las competencias, al igual que las responsabilidades, fluctúan entre Madrid, comunidades autónomas, provincias, cabildos, municipios, y quién sabe cuántas más autoridades y entidades que se dicen “competentes”. El ejemplo lo vemos todos los días en Lanzarote. Esta semana escuchábamos a Marcos Hernández decir que el Puesto de Inspección Fronteriza, el PIF, está a punto. Pero claro, el Ministerio de Agricultura, dirigido por el PSOE, espera por un informe de la Autoridad Portuaria de Las Palmas, en manos del Partido Popular. A la par, el Cabildo tiene que convenir con la Autoridad Portuaria la construcción de un inmueble en el Puerto para que acoja las dependencias del PIF. Éste es sólo uno de los casos más sencillos de un proyecto que se frena porque depende de un sinfín de informes y permisos a emitir por el elenco de administraciones regionales, estatales y municipales, y siempre respecto al mismo asunto. Los defensores de tanta burocracia dirán que la telaraña se constituye en un excelente mecanismo de control, no vaya ser que nadie se desmadre. Pero también es el perfecto ejemplo de inoperancia e ineficacia. Dos males que curiosamente no se dan con tanta asiduidad en los modelos tradicionales. En el centralismo, el marrón se lo come casi siempre el gobierno central. Y en el federalismo, el gobierno federal. Dicho de otra forma, todo el mundo tiene muy claro quién tiene la culpa si las cosas no funcionan. Y todos saben en qué ventanilla tienen que llamar para pedir responsabilidades. Los alemanes, por ejemplo, son famosos por defender casi siempre sus derechos como ciudadanos o como consumidores. Los españoles casi nunca reclamamos, convencidos de que nuestra queja se perderá en el largo camino a recorrer que le depara el entramado burocrático.

Ventanilla única
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