jueves. 25.04.2024

Por Víctor Corcoba Herrero

Parto de una realidad. Al fin y al cabo la literatura es vida vivida. Noviembre huele a silencio de familia por entre los cementerios, (campos santos para los creyentes), a losas de ausencia que te vuelven ausente y a soledades profundas que te tornan filósofo, a recuerdos presentes y a presencias que nos evocan lo vertiginoso que se pasa la estación de la vida y lo pronto que llega uno al destino de la muerte. Antonio Machado, poeta visionario como pocos, solía ofrecer su propia infusión de consuelo al respecto: “la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”. En cualquier caso, de la muerte surge el drama del ser humano: el hombre, frente a esa meta, y no puede por menos que plantearse la pregunta acerca del sentido de su existencia en el mundo. La literatura antigua y moderna, la filosofía, la sociología, la ética y la moral, el arte y la poesía, se interrogan acerca de un asunto tan apasionante como inevitable. Ahora bien, las respuestas a menudo resultan confusas, contradictorias o, incluso, desesperadas. Las diversas expresiones literarias han sido uno de los medios que se han utilizado para manifestar su atracción o rechazo a esa danza de sombras mortecinas, casi siempre representadas tan negras como el azabache y tan tristes como una ciega noche sin luna.

La muerte es, sin duda alguna, la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”. Sin embargo, desde la misma literatura, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, en ocasiones se ilumina metafóricamente y se llena de sentido trascendente. Y así, para Tolstoi, “la muerte no es más que un cambio de misión”. De igual modo, en las “Danzas de la Muerte" se simbolizan la finitud de la vida, el último arrepentimiento y la postrera ilusión; todo ello cargado de un mensaje moral, de una ironía estremecedora que a veces raya el esperpento. Verdaderamente significativo es “la muerte o antesala de consulta” de Vicente Aleixandre, donde recrea el temible y angustioso momento, valiéndose de un lenguaje innovador, de imágenes desconcertantes y de un tenebroso simbolismo, que hace del texto un perfecto modelo de relato onírico. “Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no era de mármol frío”.

Como un acto plenamente humano, siempre llega la muerte. Es un fenómeno único, irrepetible, e intransferible, al igual que también lo es la singularidad de un verso, en el que desemboca la existencia de toda persona, para el que unos llegan mejor preparados que otros, en función de su propia poética cultivada y cautivada. Quizás para ser capaz de “morir” humanamente requiera haber prestado antes una cierta atención previa al hecho de fenecer, porque como ha sellado José Hierro, “la muerte no se da al que sale tarde en su busca”. Se habla de la tremenda soledad del trance, ya que nadie puede sustituir a nadie y todos debemos morir como ese verso a verso de gota a gota con el que la lluvia empapa la tierra. En el fondo, tal vez la muerte sea ese poema interminable que nos acompaña hasta el fin. Lo encontramos en un epigrama de Séneca: “Lex est, non poena, perire” (“Morir es una ley, no un castigo). Precisamente, a partir de esta reflexión antigua, Jorge Guillén se plantea serenamente su propia actitud ante la muerte en una edad -alrededor de los cuarenta años- en la que todavía no parece inminente ese momento. De ahí el título, que sintetiza el sentido del poema: “Muerte a lo lejos”, del que transcribo sus últimos versos: “...Y un día entre los días el más triste/ será. Tenderse deberá la mano/ sin afán. Y acatando el inminente/ poder diré sin lágrimas: embiste, / justa fatalidad. El muro cano/ va a imponerme su ley, no su accidente”.

La lámpara de la muerte

La lámpara de la muerte es una persistente metáfora encendida en todas las literaturas del mundo. Cada época tiene su visión del último viaje y una misma voz por remediar la enfermedad y evitar la expiración. Las mismas vasijas, piedras talladas, armas, dibujos y restos humanos y sepulturas prehistóricas, antes de la aparición de la escritura, son ya grafías que manifiestan la luz, el soplo de la existencia, sobre todo lo demás. Vida y muerte están inexorablemente ensambladas sobre el lienzo del tiempo. La muerte articula miedo y esperanza en las páginas vivas del hombre. Sólo hay que dejarse llevar por el juglar del tiempo. Observar cómo las mismas prácticas funerarias acrecientan lo literario y lo transcienden en arte. La inspiración enhebra pensamientos sobre incineraciones, costumbre muy extendida por Europa desde la edad del Bronce, también sobre inhumaciones que siempre han sido el modo más extendido, hasta incluso el abandono con la exposición de los cadáveres al sol o la momificación. En el escenario de la vida caben todas las retóricas al igual que en el teatro se pueden injertar todos los guiones que asombren. También la muerte misma. Como acertadamente dijo Corneille: “cada instante de la vida es un paso hacia la muerte”. En el instante preciso surge el verso preciso, tras la noche se enciende la mañana y un nuevo camino nos espera. A veces el lenguaje del silencio en la hora suprema hace las mejores obras. Tal vez por ello, sentenció Sófocles “que no se puede juzgar la vida de un hombre hasta que la muerte le ha puesto término”.

Uno de los tópicos literarios más generalizado ha sido el de morir de amor. Quizás hoy ya no tanto. La muerte por amor como única forma de acabar con el sufrimiento del enamorado que no era correspondido es un abundante manifiesto de literaturas. Este uso medieval del tópico va unido al sentimiento cristiano de asociar la muerte con el fin de las desdichas humanas, idea transmitida por los místicos medievales. Así, un poeta como Juan de Mena entiende la muerte como un fin consolador, liberador. Por otro lado, muchos poemas de los cancioneros medievales abordan la variante de vivir muriendo por el amor, o de vivir penando ese amor. En la misma narrativa de la “Celestina”, el amor, la muerte y la codicia (distintas versiones según los personajes) toma vida y se puede ver cómo la muerte se acepta como un remedio de los fracasos amorosos. El amor es mentira, engaño, la única realidad es la muerte. Cuestión que entroncaría con las “Danzas de la muerte”, obras medievales en las que el sueño eterno aparecería como poder igualador pues ante ella ni reyes ni plebeyos son más importantes.

En ese fenecer de amor, un poeta como Garcilaso de la Vega, explicita en el soneto XXV y, en general en toda su poética incrustada a la muerte de Isabel Freyre/Elisa, el firme deseo de morir después de la muerte de su amada para poder hallarse con ella en el más allá. “Las lágrimas que en esta sepultura/ se vierten hoy en día y se vertieron, / recibe, aunque sin fruto allá te sean, /hasta que aquella eterna noche oscura/ me cierre aquestos ojos que te vieron, /dejándome con otros que te vean”. De igual modo, en el barroco se pueden encontrar ejemplos del tópico en cualquiera de los diversos géneros literarios; así en “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega cuando don Rodrigo invoca a la muerte como remedio a su suerte de amante desdeñado por doña Inés. La advertencia del poeta italiano Pietro Metastasio de que “el que vive enamorado delira, a menudo se lamenta, siempre suspira, y no habla sino de morir”, viene a pedir de muerte. Por si acaso, servidor, se queda con aquellos que piensan que no hay que morir por el otro, sino vivir para disfrutar juntos.

Somos parte de esa muerte

Para el escritor François de la Rochefoucauld “ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente”. Sin embargo, somos parte de esa muerte, entre el misterio y la mística, a la que estamos llamados a adentrarnos. ¿A quién no le ha fallecido un ser querido? Los cementerios en el umbral de noviembre son primaveras y ríos de lágrimas. Cuántos diálogos se prenden en el aire y cuántos sollozos se vierten sobre los oídos del suelo. Es como si estuviésemos inducidos a reanudar con los difuntos, la tertulia de la vida en lo íntimo del corazón del tiempo, el poema que la muerte no debe interrumpir. No hay persona que no tenga parientes, amigos, conocidos que recordar. Tampoco existe familia que no se remonte al tronco originario del verbo, con sentimientos de nostalgia por la palabra que pudo haber sido y no fue, o quizás si lo fue.

La comunidad gallega, por ejemplo, ha sido tradicionalmente, un pueblo inclinado a las creencias ultraterrenas. La “Santa Compaña” y la “devoción a las Ánimas” constituyen dos ejemplos -pagano y cristiano- de esa preocupación del gallego por el más allá. En la obra literaria de Rosalía de Castro, donde tantos rasgos del alma popular aparecen reflejados, no es extraño que también el mundo de los muertos tenga figura. Para la excelsa gallega, más allá del mundo de los vivos, pero también más acá, o, si se quiere, al margen de un Cielo o un Infierno cristianos, se mueven multitud de seres con los que es posible establecer comunicación y que, de un modo u otro, siguen interviniendo o participando de la existencia terrenal: esos seres son designados frecuentemente por ella con el apelativo de sombras, que están más allá de su duda individual, pertenecen al acervo cultural de un pueblo que se niega a abandonar la tierra cuando muere. A propósito, la poeta escribe: “¡Moriré en el otoño!/ -pensó entre melancólica y contenta-, / y sentiré rodar sobre mi tumba/ las hojas también muertas”.

La conmemoración de los difuntos, obviando el negocio que puede cohabitar hoy en día, tiene tras de sí un aluvión de literatura. Queramos o no, hay sensaciones que se nos vienen a la mente, nos hace pensar justamente en la fragilidad y en lo precario de nuestra vida, en la condición mortal de nuestra existencia. ¡Cuántas personas han pasado ya por esta tierra nuestra! ¡Cuántos, que un día estaban con nosotros con su cariño y su presencia, ya no están! Somos peregrinos en la tierra y no estamos seguros de la amplitud del tiempo que se nos ha concedido. Algunos preparan su equipaje. Lo hacen literario y dictan su epitafio. Como dijo el singular autor de greguerías, Ramón Gómez de la Serna, “el epitafio es la última tarjeta de visita que se hace el hombre”. No me resisto a transcribir algunos epitafios famosos que, en el fondo, también son pura literatura: “Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo.” Miguel de Unamuno. “Luz, más luz.” Goethe. “Aquí yace Molière el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien.” Molière. "Perdonen que no me levante" Grouxo Marx. “¡Otra vez protagonista de la ley del silencio!” Marlon Brando. La cosecha de epitafios es abundante, casi siempre son memorables e instan a hacernos pensar.

Insisto en que los poetas de todos los tiempos y épocas siempre se han dejado seducir por la muerte. En medio del “hervor de ciudad”, Jorge Guillén medita sobre las lápidas que provocan en el observador una idea: “en torno a las tumbas. / Una misma paz/ Se cierne difusa. / Juntos, a través/ Ya de un solo olvido, / Quedan en tropel/ los muertos, los vivos”. La reflexión que sigue explica el porqué: los muertos continuarán precariamente vivos mientras las lápidas dignan sus nombres. Y, ¿dónde está la muerte?, se pregunta el poeta. La respuesta reside en el hervor de la vida que persiste en la ciudad, suma de individuos, en la que los nombres de las lápidas también asisten, difusamente, a su durar. Sin embargo, para el pensador Gandhi, “la muerte no es más que un sueño y un olvido”. Sea como fuere, “la muerte siempre es temprana y no perdona a ninguno”, sentenció el dramaturgo Calderón de la Barca.

La muerte como respeto

Como bien dice un proverbio, que aconseja dormir con el pensamiento de la muerte y levantarse con el pensamiento de que la vida es corta, y aunque la visión literaria de la muerte admite todo un visionario, nadie en el fondo queda indiferente. Bien es cierto que va a depender muy mucho de las culturas y religiones de la persona, hasta el punto que hoy en día la vida llega a ser simplemente una cosa más en el guión de las paradojas, que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable. Así, ante la vida que nace y la vida que muere, ya hay literatura tan real como la vida misma, donde se recurre a cualquier forma de tecnología, para programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. A pesar de esta frialdad social que nos inunda, la advertencia de Pablo Neruda que puso el acento en cómo va vestida la muerte, no vayamos a sufrir un desengaño, puede servirnos como meditación: “la muerte está en la escoba, / en la lengua de la muerte buscando muertos, / es la aguja de la muerte buscando hilo”. Y es que, a pesar de sentirnos dioses autosuficientes, en la partida como que germina el verso que llevamos dentro. Estoy con Delibes en esto: “al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”. Oír o leer sin reflexionar es una ocupación absurda. La vida es para oírla y leerla. Quizás, entonces, veamos la muerte de otra manera, sobre todo si ahondamos en este enderezado y aderezado sueño que es la literatura.

La muerte tiene su propio duelo literario, fruto del estado en que nos pone la situación, la pérdida de un ser querido. El trabajo psicológico que tal situación implica, las costumbres que acompañan a ese acontecimiento, la mística que todo esto conlleva, puede llevar a la locura más real, sobre todo cuando perder a alguien es como perder un trozo de si mismo, hasta el punto que el duelo por la muerte de los seres queridos aumenta el riesgo de suicidios. Para el escritor francés François Mauriac, “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente”. Al hilo de lo anterior, por ejemplo, “En el reo de muerte” de José Espronceda describe la amarga agonía, la súplica de piedad, “y en sueños/ confunde/ la muerte, / la vida: / recuerda/y olvida, / suspira, / respira/ con hórrido afán”. Son visiones de un trance que cuando menos nos invitan a la cavilación. El mismo léxico mortuorio es tan variado porque el recogimiento de cada cual también lo es.

Resulta curioso que frente a una actitud de temeridad y desprecio a la muerte, gran parte de la literatura de los corridos mexicanos canten a la muerte de un hombre valiente: “Porque era hombre valiente/ y de valor verdadero/ deseaba mejor la muerte/ que estar allí prisionero”. No siempre la muerte es algo cruel, a veces también se transforma en divertimento, quizás por el mismo miedo o por despecho. Por ejemplo, en este dicho popular mexicano queda bien patente lo festivo: “El mundo es una arenita, / el sol es otra chiquita, / y a mí me encuentran tomando/ con la muerte en la cantina”. Quizás por ello, dijo Octavio Paz que “la indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”.

La evidencia de Jorge Manrique en “coplas a la muerte de su padre”, nos refrenda el paso de la vida, apenas sin darnos cuenta, para concluir que: “partimos cuando nascemos,/ andamos mientras vivimos, / y llegamos/ al tiempo que fenecemos; / así que, cuando morimos, / descansamos”. Sin embargo, la perennidad es una de las raras virtudes de la poética, que nos invitan a volver al verso y la palabra, tal vez porque el mundo, el propio ser humano, no pueda ni deba vivir sin literatura. La muerte nos unifica y nos une, ya no digamos a los amantes, basta evocar el famoso soneto de Quevedo: “Polvo seré, más polvo enamorado”. Tal vez nos convenga vivir considerando que se ha de morir, quizás entonces la vida se hace más vida vivida.

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Visión literaria de la muerte
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