viernes. 29.03.2024

Por Víctor Corcoba Herrero

El mundo ha perdido el horizonte de la ética que jamás se debe perder de vista. Aquellos que vivimos en una situación privilegiada no podemos permanecer indiferentes hacia los llantos de los que se encuentran en el otro extremo. No es común escuchar, en boca del mundo de las finanzas y de los grandes empresarios, una filosofía distinta del máximo beneficio. Nos desvela la solidez de los bancos y, sin embargo, permanecemos inmóviles ante los problemas del desempleo y las hambrunas, que tienen poco que ver con la escasez de trabajo o alimentos, y mucho con otros factores económicos y sociales. Ante estos hechos, reconozco, que a mí no me interesa el crecimiento de la Banca, sino el crecimiento económico de las familias. Tampoco me interesa para nada el mundo empresarial que no tiene un comportamiento ético e integrador, que no considera la responsabilidad social como parte de su trabajo. El desarrollo de algunos “favorecidos” es más de lo mismo, en cambio el avance del bienestar global de la humanidad es lo incomparablemente gozoso.

Efectivamente, sí me interesa que los proletarios de chaqueta y corbata se nieguen a trabajar de sol a sol, porque es una buena manera de repartir el trabajo y de que ellos puedan hacer más vida familiar. Y también me interesa mucho que aquellas multinacionales cuyos productos se fabrican en países del tercer mundo, a bajo precio, explotando a mujeres y a niños, vayan a la quiebra y tengan que cerrar sus puertas. Claro está, son innumerables las injusticias que se siguen produciendo a diario; en parte, por una mala interpretación de los poderosos entre la ética pública y el desarrollo económico, que siempre castiga a los más débiles, porque los frágiles siguen sin tener voz.

La apuesta por una filosofía de vida distinta conlleva que el trabajo sea considerado en toda su dignidad como un derecho natural de todo ser humano. La cuestión no es el beneficio por el beneficio, sino la realización de la ciudadanía en el bienestar. A propósito, solía decir el novelista británico de origen polaco, Joseph Conrad, que no le gustaba el trabajo, quizás a nadie le guste; pero que le gustaba que, en el trabajo, tuviese la ocasión de poder descubrirse a sí mismo. Y es verdad, uno puede que no necesite trabajar para comer, pero necesitará trabajar para tener salud. O sea, que todos precisamos estar ocupados. Por eso, sobre todo para que una sociedad no caiga en la ociosidad, todo joven que no esté estudiando debiera ofrecérsele alguna forma de garantía laboral, es decir una oportunidad de trabajar, de formarse o de participar en alguna medida de activación. Quedarse parado es lo último. Por el contrario, igualmente, debo decir que una vida construida sobre el círculo vicioso de la ambición se convierte en una vida arrastrada que no tiene sentido vivirla. Lo fundamental, pues, radica en que los individuos sean considerados como algo más que un mero recurso humano de un sistema de producción, en la mayoría de las veces generador de esclavitudes; puesto que, a veces, todo se concentra en incentivos económicos. Activar los valores democráticos y morales nos ayudarán a saber discernir para tomar posiciones libres. Desde luego, todos los ciudadanos estamos llamados a situarnos ante nuestra propia responsabilidad, consigo mismo y con el planeta, en un marco globalmente solidario. La expresión popular de “es tan pobre, que sólo tiene dinero”, encierra un profundo significado, sobre el que vale la pena reflexionar.

El ser humano no puede ser un muñeco de la economía, de los agentes de producción e intercambio, de distribución y consumo de bienes y servicios. Por consiguiente, estimo, que ha llegado el momento de plantarse, de revisar el camino recorrido, de darnos nuevas reglas y de encontrar todos juntos nuevas formas de compromiso. La dificultad no está en cómo formarse para el trabajo del futuro, que también, el mayor problema surge en la ética que tendrán esas mujeres y hombres que generan trabajo y que forjan vidas. A mi juicio, la mayor de las trabas es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de lo ético, el orgullo de dominar porque sí y la falsa humildad que se siembra. Ya se sabe que sin moral alguna, el ser humano se convierte en un animal de difícil doma porque no ve la ética de la responsabilidad por ninguna parte. De igual modo, del orgullo tampoco surge nada noble; y de la soberbia, la necedad nos puede. En consecuencia, hemos de cambiar complemente de cultivo y de cultura, poniendo a la persona, a cualquier persona, como sujeto de la vida económica y del trabajo, lo que nos exige a todos un ejercicio de responsabilidad humana, íntimamente orientada al valor de la dignidad de la persona, a la búsqueda del bien común y al desarrollo estético de las sociedades.

Esa vida diferente es una vida globalizada, que ha de construirse desde una economía socialmente solidaria y a medida de la persona, bajo un modelo de economía de relación. Por cierto, me pareció muy buena la idea de la ONU de exhortar a todos los habitantes del mundo, con motivo del Día Internacional de Nelson Mandela, instando a que se dediquen 67 minutos de su tiempo a algún servicio a su comunidad, un minuto por cada año que el líder sudafricano ha servido a la humanidad. Sin duda, un buen referente para ejercer la solidaridad y repensar sobre la auténtica expresión de la palabra, en un momento de una precariedad laboral preocupante, y con la herida del desempleo que sigue afligiendo a multitud de países. En cualquier caso, a pesar de la inseguridad y la crueldad, del desasosiego y la pobreza, pienso que la vida es bella, a poco que nos regalemos una sonrisa los humanos y estemos dispuestos a tendernos una mano los unos a los otros. Quizás, por otra parte, esta sea la única razón de vivir.

Una filosofía distinta de vida
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