martes. 16.04.2024

Los que somos tan descreídos que por no creer no creemos ni en la muerte, aunque aplaudimos siempre la del carnaval y el entierro de su sardina (Dios aprieta pero no ahoga), nos vemos obligados en muchas ocasiones a repetir cosas que tenemos por tan obvias que nos causa hasta vergüenza escucharlas de nuestros propios labios. Se lo mandé a decir por correo electrónico a una reconocida columnista de la prensa nacional, a raíz de un jocoso artículo suyo sobre la muerte firmado precisamente por una mujer que es guapa de morirse: “Siéntate bien y agárrate antes de leer esta obviedad, que se me ocurrió allá cuando chinijo, mientras hacía como que escuchaba las letanías del cura cuando ir a misa era un acto voluntario, como el servicio militar (no te lo tomes a broma, que la cosa era muy seria). No digas que no sabes lo que es la muerte porque vienes o provienes de ella. ¿Cómo no la vas a conocer si llevas más tiempo muerta que viva? De hecho, viva y sobre la Tierra sólo llevas los pocos años que delata tu fotografía en la revista. Pero me temo que te has tragado esa falsa frase hecha que sentencia que nadie sabe cómo es la muerte porque nadie ha ido y ha vuelto. Y la verdad es justamente todo lo contrario: todos hemos vuelto de allí, porque de allí procedemos. No hay que leer a todos los filósofos ni poseer un celebro privilegiado como el de Einstein para entender algo tan elemental. Lo que ocurre que hemos mitificado la p. muerte. ¿Qué es, hablando en plata, estar muerto? Es el no ser. No más. ¿Y no hemos estado todos más tiempo -una eternidad- siendo que no siendo? No es un simple juego de palabras, sino una obviedad... que nos negamos a ver porque en torno a la muerte hemos creado toda una mitología y una liturgia, más estúpida cuanto más grandilocuente o pomposa (y no hablo sólo de pompas fúnebres)”. Sí, sólo dentro de la muerte somos eternos. O, como diría Marcos Páez, “De breviate vital” (es fugitiva la vida).

Leo con verdadera devoción las necrológicas de los periódicos porque a veces -muy pocas veces ya, valgan verdades- son auténticas joyas literarias. En otras ocasiones -las más- son, sin pretenderlo, perlas del mejor humor, sobre todo cuando el autor del obituario se dirige al ya cadáver (o cadávera) en segunda persona del singular, como si éste fuera o fuese a leer la elegía, previo paso a primera hora de la mañana por el quiosco a comprar el periódico del día para ver qué dicen de él y descubrir qué desconocidos amigo tenía en vida sin haberse dado cuenta de ello.

¿Cómo no va a ser un buen negocio la muerte, que no practica la huelga? En el África Negra (África de Color la llamarían hoy los toletes de lo políticamente correcto, o África Subsahariana) dicen que la muerte no es un segador que duerme la siesta, porque a todas horas siega, y lo mismo corta la paja seca como la verde hierba. Aunque lo mejor para hablar de la muerte siempre es, en nuestra cultura, recurrir a los latinajos, pues en nuestra lengua madre está escrito lo más bello sobre ese rentable mito: Impares nascimur, pares morimur (nacemos desiguales, morimos iguales).

¿Hay algo más fuerte que la muerte? ¿Hay alguien capaz de derrotarla o burlarla? Sí, la mujer, que la vence cada vez que pare. Pero es una victoria momentánea, nunca definitiva. La muerte mitificada, en la que casi todos creen, puede ganar incluso batallas sin la necesitad de llevarse a alguien a la tumba. Por ejemplo, provocando el aburrimiento. Dejó escrito Ramón Gómez de la Serna que aburrirse es besar la muerte. Y hay individuos (e individuas) tan insensatos que hablan de matar el tiempo, como si no fuera el tiempo el que siempre los acaba matando a ellos.

Habrán leído ya la noticia de la muerte, hace unos días, del polémico arquitecto Fernando Higueras, un hombre nacido en Madrid y especialmente vinculado a Lanzarote. De entre todas las necrológicas publicadas en la prensa nacional, me quedo con la que le dedicaba Enrique Domínguez Uceta en las páginas del diario El Mundo al que también fuera gran amigo y colaborador de César Manrique (ambos diseñaron el Lago Martiánez en Puerto de la Cruz, en Tenerife, en 1973, y luego el Hotel Salinas, en Lanzarote). Domínguez Uceta, además de recalcar que Higueras “amaba todos los aspectos de la vida, incluidos los placeres, la amistad, la conversación y la polémica”, es el único que hace especial hincapié “en su honestidad, porque rechazó grandes encargos, como el de urbanizar la isla de La Graciosa, al norte de Lanzarote”.

Como los romanos querían para sus muertos, que la tierra le sea leve (“Sit tibi terra levis”, en expresión pagana de la época) para alguien tan terrenal y tan volcánico que no quería para Lanzarote rascacielos sino “rascainfiernos”, como llamaba Fernando Higueras a muchos de sus proyectos, inspirados en ideas surgidas de la observación de los espacios creados por los insectos bajo la tierra. ([email protected]).

Un muerto muy vivo
Comentarios