viernes. 29.03.2024

Víctor Corcoba Herrero

Desvincularnos a un patrimonio de tradiciones me parece una auténtica chorrada, una falta de respeto total a los que nos precedieron y también poca consideración para con las nuevas generaciones. Son tan evidentes y notorias la universalidad de raigambres que hasta los mismos sabios de otros tiempos admitieron creencias sobre el hombre caído y la esperanza de un santo, un mediador, un libertador que traería el reinado de la justicia y salvaría a los hombres del dominio del mal. En España, por mucho que se empeñen en llevarnos la contra, la inmensa mayoría de las prácticas, usanzas, rutinas, ritos, costumbres o hábitos, provienen de la iglesia católica.

Una de esas fiestas memorables, es la que se celebra el 31 de diciembre, día de la Sagrada Familia. No es casualidad el hecho de que su conmemoración caiga en un día tan cercano a la Navidad, pues se trata de su crecimiento natural. Lo es, ante todo porque el Hijo de Dios quiso tener necesidad, como todos los niños, del calor de un hogar. En cualquier caso, tanto para creyentes como para no creyentes, considero que la fecha puede ser un buen motivo para la reflexión. Por desgracia, hoy la desunión familiar es el pan nuestro de cada día. Los aires concupiscentes ya se encargan de echar leña al fuego para que la llama del desamor esparza el humo necesario para que no distingamos la pureza de la mezcolanza. Quienes sufren las consecuencias son, sobre todo, los que menos culpa tienen, los niños que, a veces, hasta sus propios padres los convierten en moneda de cambio, pero también se proyectan, mal que nos pese, sus efectos nocivos en todo el entramado social, puesto que se generan malos humos, que van desde los deseos de evasión a los malos tratos.

Qué bueno sería vivir la tradición de un Nazaret en cada hogar. Si lo tenemos difícil en cuanto a ordenar convivencias, en cuestiones matrimoniales resulta todavía más embarazoso en una sociedad cada vez más compleja, que confunde los afectos profundos y puros con los entusiasmos de una noche loca y superficial, la entrega al amor con la entrega al interés. Será importante la tradición de la familia que es el único camino obligado para construir una sociedad esperanzada. Hoy día, muchas uniones conyugales labran su propia destrucción falseando el amor, las coordenadas y reciprocidades de su entrega. Falta transparencia. Inconcebiblemente el Estado, en ocasiones se vuelve omnipotente, invade campos reservados a la familia, que se ve cada vez más desprotegida, confinada a un espacio de dominaciones, en donde difícilmente puede respirar.

Encuestas sociológicas recientes, sobre todo en las respuestas de los jóvenes, se dice que anhelan en amplia mayoría formar un hogar estable. Por otra parte, también es cierto que las separaciones y divorcios se han multiplicado. Índices crecientes de embarazos extramatrimoniales, no son sólo manifestación de estilos de vida distintos a los tradicionales, es un riesgo más que se corre, con posibles consecuencias negativas para el niño. Estudios al respecto, también nos establecen una clara correlación entre fechorías y delitos cometidos en la edad de la adolescencia y la disgregación de la familia. Entretenidos en la autorrealización del individuo, que no de la familia como tal, nos quedamos en el peldaño de la unidad jurídica y económica, obviando los otros escalones, como es el considerarla una comunidad de amor y solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desenvolvimiento y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad.

Resulta desastroso, pues, que el Estado pretenda suplantar a la familia, ligada a la genealogía de todo hombre, a la genealogía de la persona, a la paternidad y a la maternidad humana que hunden sus raíces en la biología y, al mismo tiempo, nos sobrepasa.

Un Nazaret en cada hogar
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