martes. 23.04.2024

Por Juan Jesús Bermúdez

Como en la novela, hemos vivido en tiempos revueltos. Interesantes los actuales para el análisis social, dramáticos en una sociedad que despierta, cual pesadilla, del ensueño de la década prodigiosa del crecimiento económico, y reveladores para acercarnos a los entresijos del amasijo financiero económico y sus virtuales realidades. Pero, en realidad, los tiempos revueltos no son exactamente los convulsos en que ahora nos encontramos, sino los transcurridos en los últimos lustros. Ha sido en ese periodo cuando más hemos alterado el ritmo normal de las cosas, que no sería precisamente el del crecimiento desbocado; o sí, si es que nuestro esquema de funcionamiento lo asimilamos a la fermentación a través de la levadura, que crece y crece hasta la extenuación, sin responder a más estímulo que la multiplicación binaria, hasta su colapso por inanición.

Uno de los principales problemas de la actual época es que, con total naturalidad, pasamos a considerar “tiempos normales” los vividos inmediatamente anteriores a los de la actual crisis. A partir de ahí, evidentemente, la crisis actual es una anomalía. Veamos: antes de que comenzara la destrucción masiva de empleo en las Islas Canarias (a razón de más de 400 puestos de trabajo perdidos al día en los últimos meses), la población ocupada había crecido exponencialmente un 60%, ¡únicamente en doce años! (1996-2008). Es decir, que donde en 1996 había 10 puestos de trabajo, en el año 2008, antes del punto de inflexión, había 16 empleos. Ese periodo anómalo de actividad económica frenética, insistimos, coincide con el de la burbuja inmobiliaria y financiera, una etapa excepcional en nuestra Historia económica, como probablemente se verá con carácter retrospectivo.

Como el tiempo no es lineal, y, por tanto, los ciclos tampoco se reproducen de forma mimética, resulta cuando menos simplista que se nos hable de recuperación del ritmo anterior - el de los tiempos revueltos - en tal o cual fecha. Todo cambia, y el tiempo pasa, como dicen las bellas canciones, y los nuevos momentos serán algo distinto, que también inevitablemente requerirán de fórmulas distintas.

En los tiempos revueltos nos desenvolvíamos bien. Parece que la generosidad de esta Tierra era suficiente para todos, y, precisamente, si no alcanzaba era porque la hora para el desgraciado aún no había llegado, pero que llegara era cuestión de una Ley, un programa de desarrollo o la bendición de una inversión oportuna. Los que tenían menos tenían una tarea pendiente, que era alcanzar más; y la misión de los que cada vez tenían más era innovar para crear algo nuevo que tener y conservar lo que se agarró. Es verdad que en la carrera de esos tiempos pocos tenían para conformarse, y la insatisfacción era regla de comportamiento vital que la publicidad aún nos recuerda tozudamente.

El enorme esfuerzo que supone literalmente remover Roma con Santiago, revolver la litosfera entera, agitar al Planeta con nuestras maneras de entender el bienestar, no se hace en vano. Como pasa el tiempo, y nuestra redonda esfera azul sigue teniendo el mismo volumen que vieron Adán y Eva en su paraíso perdido, el forceps aplicado a los recursos terrenales garantiza escasez futura como fruto genuino de la abundancia de esos tiempos revueltos que nos vieron crecer.

La crisis financiera no deja de ser una anécdota de pequeña entidad frente a la demoledora presencia del pertinaz flanco de los límites, auténtico muro de nuestras lamentaciones al que estamos postrados, sobre el que nos reclinamos implorando un poco más de tiempos revueltos, de aceleración y crédito fácil para seguir horadando en sus mismos cimientos.

Estos momentos nuevos, de resaca de la excepción que han supuesto los ritmos del inmediato pasado, quizás nos debieran hacer reflexionar sobre si queremos - o podremos - volver a vivir tiempos revueltos, y qué márgenes para querer - o poder - hacer otra cosa tenemos.

Tiempos revueltos
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