martes. 23.04.2024

Por Jesús M. de León Tabares

Cuando construimos nuestra casa, el barrio no era barrio. La calle no estaba asfaltada, sólo éramos cuatro gatos y la vida era muy tranquila. Poco a poco la calle se fue llenando de casas nuevas, hechas con mucho cariño, tratando de albergar en ellas los sueños y las esperanzas de cuantos llegábamos. Incluso había una cierta camaradería entre los vecinos.

Un día, pasados ya una decena de años, los vecinos de enfrente vendieron su casa. Maldito día. Los nuevos inquilinos trajeron con ellos a su perro. Maldito perro.

Su perro pasó a ser nuestro perro, el perro de cuantas personas vivimos en la calle. A pesar de que vive en la azotea de los nuevos vecinos, es como el perro de la comunidad. Es cierto que no le damos de comer, no le hacemos mimos, no nos preocupamos por su estado de salud. No jugamos con él, no lo acariciamos. Sólo lo soportamos.

A cualquier hora del día o de la noche ladra nuestro perro. Ladra y ladra. Los primeros días, sus ladridos se me metieron en lo más profundo de mi ser. No podía concentrarme en nada. Sólo oía los ladridos de nuestro perro. Cada vez que alguien pasa por la calle, nuestro perro ladra. Cuando otro perro u otro gato pasa por la calle, nuestro perro ladra. Cualquier ladrido a cientos de metros de distancia es respondido por nuestro perro pero multiplicado por diez.

Un día me armé de valor. Me acerqué a la puerta de los nuevos vecinos y llamé.

Traté de ser lo más amable posible, traté de que la otra persona se hiciera cargo del verdadero problema que suponía nuestro perro. “Tenemos un problema con nuestro perro” le dije.

Creo que ya se lo esperaba. Era imposible reaccionar de aquella manera si no se estaba preparado para ello. Nuestro perro no era ningún problema. Nuestro perro no ladraba. Él y su familia no tenían ningún problema con nuestro perro.

Allí se acabó todo. Le pedí perdón por haber insinuado que nuestro perro molestaba y me volví a mi casa a rumiar mi desesperanza, mi mala suerte.

Esto fue hace meses. Nuestro perro sigue exactamente igual que antes. He tenido que hacer unos terribles esfuerzos para que los ladridos no me saquen de quicio. A veces lo consigo, a veces no. Reconozco que se me han pasado por la cabeza muchas ideas terribles para acabar con mi problema. Cada vez que pienso en los años que pueden quedarme de aguantar este tormento me dan los choques. Ahora mismo, mientras escribo, escucho los ladridos de nuestro perro. Me decido a escribir porque llevo rato escuchándolo.

Creo que si un perro de mi propiedad se comportara de esa manera ya le hubiera dado el portante. No sólo porque no lo aguantaría sino porque me da no sé qué saber que mis vecinos están siendo molestados en su sagrado descanso por mi perro. Mi problema es que el perro no es mío. Es nuestro perro. Y yo solo no puedo hacer nada.

Por supuesto, esto que cuento es totalmente inventado. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Faltaría más.

Su perro, nuestro perro
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