viernes. 19.04.2024

[Abierta la veda para que los vendedores de crecepelos salgan a la caza del voto, mejor mirar para otro lado… aunque nos tengamos que ir hasta Nueva York]

Todavía no termino de creerme que nadie haya mandado al piso las Torres Gemelas de la preciosa y horrible ciudad de Nueva York. Debe ser no más que mera alucinación colectiva, provocada por los medios de (in)comunicación de masas, que nos atontan todo el rato, y que repiten como loros lo que les dicen que digan los dirigentes políticos y económicos para justificar -un suponer- aquella guerra contra Irak, o similares cuentos de armas de destrucción masiva y por ahí.

Estuve en la isla de Manhattan en vísperas del 11 de septiembre de 2001, justo al pie de las Torres (y en su azotea de vértigo, y en sus sótanos infinitos que más parecían una ciudad subterránea aparte, con tiendas, trenes y lo que no está en los escritos), y se me antojaba imposible que un avión, ni dos, fueran o fuesen capaces de tirar aquella durísima estructura que yo me cansé de tocar con los dedos, intentando arañarla con las uñas, para adivinar de qué concreto material aparentemente irrompible estaban hechas. Sin embargo, después del 11-S hemos visto cómo las televisiones nos mostraban el segundo de los aviones estrellándose contra la torre sur de la misma forma y manera con la que un cuchillo atraviesa un trozo de mantequilla. Increíble, para mi gusto, aunque soy poco dado a tragarme ninguna de las casi siempre risibles teorías conspiranoicas con la que vende humo (nunca mejor dicho) tanto charlatán.

Tengo alguna fotografía en donde aparece la silueta de un avión sobrevolando las dos moles que dicen que ya no existen en Nueva York, aunque la aeronave vuela en esa foto a mucha mayor altura que las que hemos visto después hasta el agotamiento en las imágenes trucadas que ofrecen las televisiones cuando nos cuentan el cuento de La guerra de los mundos, cuya reciente versión cinematográfica está a años luz del derroche de imaginación y de originalidad de la que hizo gala Orson Welles en su mítica retransmisión radiofónica de la supuesta invasión de los extraterrestes.

Aquel 11 de septiembre de 2001, en esa precisa fecha que dicen los enterados de la caja del agua que la historia se detuvo para dar paso a una nueva era, yo tenía que estar de nuevo en Nueva York. Pero la agencia de viajes de Arrecife me convenció en mala hora para que aplazara el vuelo a la segunda quincena de septiembre, con lo cual tuve que tragarme aquí en la isla la otra traquina mediática en torno a la romería o ronería de Los Dolores, que tampoco es tragedia chica ni manca, si nos ponemos a mirar. Al final, con el escándalo catastrofista que montaron en toda la prensa mundial sobre la supuesta desaparición de las Torres me fue imposible regresar por segundo año consecutivo, como era mi firme propósito y mi verdadero deseo, a la teórica capital del mundo. De no ser por la agencia de viajes conejera, hubiese podido comprobar en primera persona y en el lugar de los hechos (al sur de Manhattan, al ladito de la mítica Bolsa neoyorkina y de la "desembocadura" final de la ultracinematográfica y musical Broadway) que la cacareada destrucción de las Torres Gemelas fue un invento político e informativo para justificar nuevas guerras y aumentar la otra guerra de las audiencias televisivas. Que digan misa y añadan el sermón correspondiente los medios de masas. Ya no me engañan más: las Torres Gemelas siguen allí... en la fotografía que alguien me hizo mientras leía El País en el país de las alucinaciones colectivas a finales de octubre de 2000, vísperas de las elecciones americanas que llevaron a Bush a la Casa Blanca, luego de aquel infinito y esperpéntico recuento de votos.

Nunca más, ni más nunca, volveré a hacer caso de lo que me sugieran en ninguna agencia de viajes... o de lo que me cuenten ahora desde la Casa Blanca con respecto a la muerte del supuesto causante de aquella supuesta desaparición de las Torres Gemela. ([email protected]).

Su madre no tuvo hijos, la pobre
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