viernes. 19.04.2024

Por J. Lavín Alonso

Así siempre a los tiranos. Esta frase es atribuida en principio a Bruto, cuando este, en unión de otros conjurados, perpetraba el asesinato de Julio César, a los pies de la estatua de su archirival y yerno, Pompeyo, en el senado de Roma, año 44 A.C. También profirió, al parecer, esta locución el exaltado nacionalista y actor sureño John Wilkes Booth en el momento de asesinar a tiros al presidente Lincoln, en una platea del Teatro Ford, recién acabada la guerra civil norteamericana. Asimismo, es el lema del Estado de Virginia.

Pero en ambos casos, la frase en cuestión no acaba de encajar en la condición de las egregias víctimas. Julio Cesar, aparte de un genio militar, posiblemente el mejor de su época y de los mejores de la Historia, fue también un excelente cronista de sus propias campañas y un político relevante para los asuntos de Roma. Abraham Lincoln, de origen humilde, estudió leyes y llegó a alcanzar la primera magistratura de su país. Desde la presidencia promulgó el edicto de emancipación de los esclavos, una de las causas que provocaron la Guerra de Secesión, que ganó el Norte, preservando así hasta nuestros días la integridad de su país, hoy primera potencia mundial en lo económico y en lo militar. Existe y ha existido, sin embargo, una serie de personajes, dignos de figurar en la Historia Universal de la Infamia, que redactara el genial y controvertido Borges, a los que el destino ha preservado, salvo raras excepciones, de una mano vengadora que les enviase al otro barrio por la vía de apremio.

Uno de ellos ha fallecido días atrás, yéndose, como quien dice, de rositas, a pesar de tener una serie de cuentas pendientes con la justicia de su país y con la Humanidad en general - ese es el denominador común a todos los sujetos de esa calaña. Me refiero al espadón Pinochet, alambicada representación de esa patulea milica, tan del gusto de las oligarquías de Hispanoamérica, sobrada de entorchados y escasa de liberalismo, con el sable presto a cercenar el más leve atisbo de democratización en aquel hermoso y sufrido cono sur de América, siempre con la inestimable - y detestable - ayuda del binomio Casa Blanca-Pentágono. Las cosas como son. Claro, que salirse de la sartén de estos fulanos para caer en el fuego de otros como Castro...

En otros casos, sin embargo, el destino acaba por alcanzar al infame, como en el caso de Saddam Hussein, a quién su “baraka” le dio la espalda y acabó ajusticiado, con razón o sin ella, que aquí las opiniones son dispares. Los que estuvieron bajo su opresión y los deudos de las víctimas de la vesania en la que parecía solazarse han acogido el hecho, cuando menos, con alegría; mientras que los biempensantes, cargados de buenismo gratuito, desde la comodidad de sus garantías burguesas occidentales, lejos de los horrores juzgados, opinan con condescendiente tolerancia y bastante gratuidad. La pena de muerte es una solución terrible y extrema, de escaso o nulo valor como solución de algo, pero a veces tiene lugar, e incluso la aplican las democracias más consolidadas- recuérdense los Juicios de Nüremberg, con la sola excepción de la Unión Soviética, a años luz de ser una democracia.

En fin, se ha ido 2006, ha amanecido 2007 y nos ha encontrado más aligerados de la infame carga de tiranos. No obstante, el latinajo que da título a este escrito no siempre se ha cumplido debidamente, y son más los tiranos liberticidas que, desde su propio lecho, se han ido de rositas y haciéndole morisquetas a la justicia de los hombres; la Divina ya es otro cantar. No creo que valga la pena iniciar la larga lista de estos azotes de la Humanidad, su memoria pertenece a las cloacas de la Historia, y allí debe seguir. ¿Perdonar? Pudiera ser ¿Olvidar? Nunca.

Sic semper tyrannis
Comentarios