viernes. 29.03.2024

Si hay un tema del que me desagrada profundamente escribir es del mal llamado “problema catalán”, realmente es un grave “problema español”, ya que supone una posible quiebra a la unidad de uno de los Estados más antiguos de Europa occidental. También quiero advertir a muchos despistados y malintencionados que sentiría un profundo desgarro si un día Cataluña dejará de pertenecer al Estado español, tierra, con la que tengo diferentes vinculaciones económicas y afectivas. Dicho esto con claridad, trataré de exponer unas ideas propias y muy pensadas sobre el tema, teniendo como referente en todo momento nuestro acontecer histórico, aunque asumo que a muchos de mis lectores les puedan molestar. Mas, que le vamos hacer. Hecha con claridad la advertencia, prosigo en mi exposición. Tengo todo el derecho de exponerlas, no en vano vivimos en “democracia”. Y, por supuesto, no soy un iluso ni tampoco un dogmático para llegar a pensar que estoy en posesión absoluta de la verdad. Como profesor de historia, me vienen a la memoria las palabras de Josep Fontana, uno de mis referentes en mi trabajo como docente de la disciplina de historia, el cual dijo en una reciente entrevista:

“Conseguir que se razone en el terreno de la historia y de la política es difícil, porque son territorios minados por una serie de elementos irracionales. Pertenezco, digámoslo así, a una escuela en la que mis maestros me enseñaron que lo importante es que un historiador enseñe a la gente a pensar por su cuenta, no a contarle la verdad, sino hacerle desconfiar de todas las verdades adquiridas, estimularle a que piense por su cuenta. Esa es una forma de utilizarla. Evidentemente la historia ha sido utilizada con mucha frecuencia para encender los enfrentamientos”. Esa es mi pretensión.

La peor manera de abordar la solución de un problema es negar su existencia. El problema catalán, insisto también español, además de existente, es ya viejo. Nada más hay que repasar nuestra historia. Al respecto resultan muy oportunas las palabras de César Molinas “Nuestras guerras en los últimos dos siglos han sido guerras civiles, que son divisivas en vez de cohesivas. Francia, por ejemplo, se ha hecho francesa matando alemanes. España se ha hecho española matando españoles. El resultado es un Estado-nación a medio cocer, mucho menos cohesionado que el francés, o el alemán, o el británico”. ¿Cómo pueden algunos periodistas e intelectuales aducir que el problema catalán se ha creado ayer mismo artificialmente para ocultar las secuelas de una crisis? Otra opción igualmente negativa es tras reconocerlo no percibir su densidad, lo que implica estar convencido de que su solución es fácil. Yo no me sitúo en ninguna de las dos opciones. Existe y es complejo.

Requiere para su solución liderazgo político caracterizado: por altura política, visión de Estado aunque perjudique las expectativas electorales, capacidad de diálogo, percepción de la realidad y del devenir de la historia, libre de prejuicios y dogmatismos. Esta rara avis no la veo por ningún lado: ni en Cataluña ni en el resto del Estado español. ¿Para qué sirve la Jefatura del Estado, además de para recibir embajadores y firmar en el BOE? Hoy tanto Mariano Rajoy y Artur Mas por su incapacidad para el diálogo deberían dar un paso atrás y posibilitar que otros tomaran el control de estos trenes que parece van a chocar irremediablemente. Mas no lo harán, ya que a ambos les interesa electoralmente. Se retroalimentan.

A nadie se le puede imponer la idea de nación a la fuerza, eso es algo que pertenece a los sentimientos más íntimos de cada persona. Por ello, admito con la mayor naturalidad, sin rasgarme las vestiduras, que determinados catalanes o vascos puedan sentir que Cataluña o Euskadi son una nación, por diferentes razones: historia, lengua, tradiciones, sentimientos o lo que sea; y consecuentemente quieran constituirse en un Estado. Y lo mismo los españoles con respecto a España. Las dos actitudes me parecen igualmente legítimas. Pues en esta España nuestra, aquellos que participan de la primera opción son denigrados y acusados de padecer una grave patología, una especie de enajenación mental, lo que no ocurre con los de la segunda opción, que estarían dotados de una salud envidiable. Para corroborar tal injustificada, contradictoria e incomprensible diferencia resulta muy pertinente y muy aleccionadora la opinión de José Luis Sangrador García, que aparece en el libro de Germà Bel Anatomía de un desencuentro “Cuando los ciudadanos de estas pequeñas nacionalidades (Cataluña o Euskadi) muestran una fuerte identificación nacional, son tachados de “nacionalistas” por los grandes Estados-nación, sin darse cuenta que ellos mismos son un producto histórico del nacionalismo”. Así, según Billig creador del concepto de nacionalismo banal, el nacionalismo propio se presenta por el Estado-nación como una fuerza cohesiva y necesaria bajo la etiqueta de “patriotismo”, mientras que el nacionalismo “ajeno”, aplicado a las nacionalidades subsumidas en tales Estados, son una fuerza irracional, peligrosa y etnocéntrica. ¿Cómo calificar la obsesión de José María Aznar por las banderas, que el 12 de octubre de 2001, mandó izar en la plaza Colón una con un mástil de 21 por 50 metros, de 294 metros cuadrados (21 por 14) y de 35 kilos? Tan grande era su peso, que se cayó el 2 de agosto de 2012, afortunadamente no hubo víctimas, aunque tuvieron que reponerla bomberos, policía local y personal de la Armada. ¿Y Esperanza Aguirre que dice: “Nosotros no nos disfrazamos de nacionalistas, porque la nación española no es cosa discutible ni discutida; España es una gran nación? En consecuencia, para muchos la existencia de España, como la existencia de Dios, es algo incuestionable, como la ley de gravedad. Con este planteamiento dogmático y predominante en la clase política y también en la sociedad del Estado español es una utopía cualquier solución dialogada al problema catalán, entendido este como la aspiración, insisto, legítima y racional, de una parte de la sociedad catalana, a tener un propio Estado. Se argumenta que es una parte minoritaria, ya que existe una gran mayoría silenciosa. Para conocer qué parte de la sociedad participa de este sentimiento de independencia, la solución es muy fácil: que la gente hable. Mas, en España según José María Ruiz Soroa, la idea de poner la unidad nacional española a votación de los ciudadanos es en nuestro país obscena e innombrable, y palabras como autodeterminación nacional o referéndum de independencia exigen ser exorcizadas no bien se mencionan, blandiendo el sagrado hisopo de la Constitución. La mejor manera de enfrentarse a un desafío secesionista serio y persistente, que tenemos ahí, es aceptar su propio planteamiento, es decir, estar dispuesto a poner la nación a votación. Si fuera una posibilidad reglada, los nacionalistas se tentarían la ropa antes de apelar a ella. Introducir la idea de un referéndum de independencia como un seguro fracaso para la unidad española, y negarse por ello a aceptarlo siquiera como algo posible, es tanto como confesarse derrotado de antemano en ese debate. Quien no está dispuesto a poner su idea de nación a votación popular es porque no confía de verdad en ella, porque, como escribió Manuel Aragón: “Un pueblo de hombres libres significa que esos hombres han de ser libres incluso para estar unidos o para dejar de estarlo”. Mas ofrecer esta posibilidad, solo está al alcance de auténticos líderes políticos, políticos de la talla de Azaña, el cual con coraje dijo ya en 1930 “Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz… y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida, pudiéramos establecer al menos relaciones de buenos vecinos”. Y si algún día aparece en el panorama español un líder capaz de actuar con los planteamientos expuestos, y permitiera que la sociedad catalana tras manifestar democráticamente su opinión decidiera remar sola, tampoco deberíamos rasgarnos las vestiduras. Seguiría el discurrir de las estaciones.

Después de la primavera, vendría el verano, luego el otoño y seguro que a continuación, el invierno. Como también después de la noche llegaría el día. Los Estados no son realidades inamovibles e inmutables, De la misma manera que aparecen pueden desaparecer. Para constatarlo nada más hay que superponer un mapa político de la Europa actual sobre otro de inicios del siglo XX. Como también los Estados pueden hacerse más grandes o achicarse. Y no solo por razones bélicas, puede hacerse democráticamente. Tenemos el caso de la antigua Checoslovaquia, que produjo sin dramatismo alguno dos nuevos Estados: Chequia y Eslovaquia. Y que yo sepa ni en Praga ni en Bratislava sobrevino movimiento sísmico alguno al día siguiente. Como tampoco, entra dentro de lo previsible, que ni en Madrid ni en Barcelona al día siguiente de una hipotética independencia de Cataluña, aunque tal como acabo de exponer no la deseo en absoluto.

Si algún día dominara en Cataluña otra voluntad...
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