miércoles. 24.04.2024

Por Miguel Ángel de León

Había prometido para el inútil y pomposamente denominado Día de Reflexión una columna sobre el sexo de los ángeles, no vaya a ser que se me acuse de intentar arrimar el ascua a alguna sardina electoral o abstencionista, y me toca cumplir con la palabra nada. Hablemos de ciencia, pues, para no hacernos mala sangre. Muchos científicos han dejado caer la posibilidad de que las especies tengan también una vida media natural. Lo cual vendría a suponer, pizco más o menos, que al igual que los individuos tienen/tenemos una lozana juventud, una robusta madurez (excepto algunos que entran en política para quedarse hasta el fin de sus días), una vejez decadente y al cabo una muerte senil, también las especies sufren ese mismo proceso. Un suponer: los grandes dinosaurios.

Esta singular teoría podría explicar, en efecto, la misteriosa desaparición de los dinosaurios y es, como mínimo, mucho más creíble que la mayoría de las que circulan por ahí, más dignas casi todas ellas de la mente de un novelista malo o de un director de cine todavía peor. Verdad es también que no hay ninguna prueba definitiva que demuestre o insinúe que las especies envejecen en igual sentido que los individuos. Pero a lo peor ni siquiera hay que hablar de envejecimiento, sino de "simples" mutaciones (nada que ver, cuidado, con las simplonas, interesadas y continuadas metamorfosis de la concreta especie política lugareña, que ahí no entran los científicos porque esa materia vomitiva sólo le interesa a gente con muy pocas cosas serias que hacer, hasta el punto que pierden miserablemente el tiempo acudiendo a votar con la ilusión de que su voto va a decidir algo).

En puridad, todas las especies están continuamente sujetas a mutaciones. De hecho, en toda generación surgen individuos mutados. Y dicen los que saben de estas cosas que en la inmensa mayoría de los casos esas mutaciones van a peor, con lo cual las formas mutadas sobreviven menos bien que las normales: en tal sentido, podemos entender y deducir que la especie se hace senil. Tal y como lo leen: la especie humana ha desarrollado con el paso de los siglos una cabeza enorme para alojar en su interior nuestros cada vez más gigantescos sesos. Hasta tal punto ha ido aumentando el tamaño de la cabeza humana que la pelvis femenina apenas deja pasar ese tamaño. Cuando nacen niños de cráneo excesivamente grande, éstos salen con estrechez por la abertura pelviana y eso a costa de deformaciones del propio cráneo, que en ese momento todavía es muy flexible. Así de claras las cosas, todo esto puede llevar a pensar que el “homo sapiens” está al borde mismo del desastre porque no puede arrostrar un aumento del ritmo de mutación.

Como es triste fama, un mal día desaparecieron de la faz de la tierra los mal llamados dinosaurios (Isaac Asimos explica por qué está mal puesto ese nombre). Ahora puede pasar lo mismo con el género humano, puesto que es más que posible que estén por llegar otros períodos de mutaciones más frecuentes aún; y quizá en el juego de la competencia evolutiva no figuremos siempre nosotros entre los ganadores. Ya nos tocó el reintegro cuando un mono loco se cayó de un árbol y, luego de golpearse la cabeza contra una piedra, desarrolló una migajita de inteligencia. Pero "no todos los días son fiesta", como dice el dicho. Y siempre será preferible, para mi gusto, la total extinción terrenal de los humanos que la supervivencia “ad calendas graecas” de la actual situación de nadería política que nos ha tocado vivir en estos tiempos de perdición y de humillación política. Ahora lo llaman calentamiento global. Calientes sí que nos tienen, usted. ([email protected]).

Sexo de los ángeles
Comentarios