viernes. 19.04.2024

Por Víctor Corcoba Herrero

La gran palabra, la divina palabra, la grande y libre palabra, es mucho más que la Biblia. Es algo que se ha dicho hasta la saciedad en la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, apuntando que esa gran palabra es Dios mismo que habla. Servidor también piensa que sólo hay que prestar oído a la vida para pensar quién es quién y cuánto es quién. La creación misma es un abecedario de silencios que nos asombran, como queriendo entrar en diálogo con el místico que todos llevamos dentro. De manera que la palabra verdadera, aquella que no hace falta darle esplendor porque ella ya es esplendorosa por si misma, no es un simple texto escrito, es el único amor interminable injertado por el verso de la pureza, verbo que nos lo encontramos a poco que exploremos por las páginas del universo. Por desgracia, esta visión del mundo actual sin referencia alguna a la grandísima palabra, la que nos sostiene como seres humanos, contribuye a excluir valores que nos enraízan, con la inclusión de absurdas exaltaciones como si fuese el hombre el que hace la gran palabra, el creador del inimitable verso.

Las actuales crisis financieras muestran la importancia de construir la vida sobre el fundamento firme de la gran palabra, explicó Benedicto XVI justamente al comenzar la primera jornada del Sínodo de los Obispos. Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Y como esto, todas esas cosas que pueden parecer un mundo y que, en realidad, son frutos perecederos, realidades efímeras. Mientras prosiguen los esfuerzos para resolver la situación financiera en un mundo globalizado, tanto es así que los líderes del Eurogrupo buscan con desvelo un plan conjunto frente a la galopante crisis, que no es sólo de capital monetario, sino también una falta de capital solidario con la consabida arrogancia del poderoso, el mundo entero debería reflexionar sobre la necesidad de una ética que pusiese orden en las semánticas. Los adoradores al falso dios del dinero siguen cultivando la especulación como norma diaria. Les importa un rábano los principios de solidaridad y bien común. Es cierto que necesitamos generar riqueza, aparte de que sea una actividad poéticamente legítima, lo que conlleva hacerlo de forma que los dones, que son de la gran palabra, se usen de modo responsable y compartido. Es por ello, que la creación de riqueza no debería tener como propósito el dominar a los demás o acumular poder personal, sino todo lo contrario; lo que exige que, en vez de maximizar sólo beneficios, también se maximicen donaciones.

El escándalo del mal y el sufrimiento de los inocentes ha sido siempre una de las justificaciones de la increencia en la gran palabra. La mayoría de los no creyentes y de los indiferentes no lo son por motivos ideológicos o políticos. Son con frecuencia excristianos que se sienten decepcionados e insatisfechos y que manifiestan una descreencia, una desafección respecto a la creencia y sus prácticas, que consideran carentes de significado, inútiles y poco incisivas para la vida. Con razón, las homilías también preocupan al Sínodo. En este sentido, Monseñor Ricardo Blázquez Pérez, dedicó totalmente a la homilía su intervención, hablando de ella como uno de los servicios más importantes que pueden prestar el obispo y el presbítero. Por cierto, el prelado propuso que la homilía se prepare en la oración haciéndose al menos tres preguntas: “¿Qué dicen las lecturas que serán proclamadas en la celebración? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo yo, como pastor que presidiré la celebración, comunicar a los participantes en la Eucaristía, teniendo en cuenta las circunstancias en que se desarrolla la vida de la comunidad?”. Las respuestas, sin duda, están en la belleza de la palabra en la gran palabra, una vía privilegiada para acercarse y acercarnos a la auténtica poesía, aquella que resiste a la palabrería de la usura y que, con su lenguaje simbólico, nos une en un todo, en lo que debe ser la familia humana. En una cultura de la globalización, donde el soy para mí y los míos prevalece sobre el ser para los demás, es fundamental transmitir la dimensión de lo bello que se cobija en la gran palabra, en la misma naturaleza que nos recita otoños, primaveras, veranos e inviernos de la vida, que no es otra que la voz del Creador.

Asimismo, la fascinación que sienten algunas personas por apariciones o milagros acaba llevándoles a abandonar la misma Iglesia para caer en manos de grupos sectáreos, se ha dicho también en el Sínodo. El número 56 del Instrumentum laboris (documento de trabajo) al que hacen referencia los participantes en el Sínodo en sus intervenciones considera que “una especial atención ha de prestarse a las numerosas sectas, que actúan en diferentes continentes y se sirven de la Biblia para alcanzar objetivos desviados con métodos extraños a la Iglesia”. Tampoco nuestro país es ajeno a la creciente instauración de grupos manipuladores de la personalidad, que suelen presentarse como centros culturales, espacios de religiosidad y espiritualidad o asociaciones humanitarias, y así poder captar a personas para sus intereses ocultos. Ahora que tanto se habla de Observatorios, considero que no estaría mal crear uno permanente sobre grupos de manipulación psicológica. Nos llevaríamos más de una sorpresa. Como nos la llevamos también cuando surgen incomprensiones y odios, incluso entre quienes comparten la misma mesa de la gran palabra, la del Creador, y toman la justicia por su mano contra el prójimo. Una de dos: o la gran palabra de las palabras, no tiene ninguna importancia en sus vidas, o la han tomado de manera interesada.

Reflexiones al hilo del sínodo
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