viernes. 29.03.2024

Por Miguel Ángel de León

Alguien ha recordado esta misma semana de abril la frase del cubano Virgilio Piñera: “¿Quién puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de los gallos?”. La roca es la isla, así sea Cuba como Lanzarote, pues tanto allá como acá persisten las peleas de gallos, como es triste fama.

El anterior alcalde de Barcelona y actual ministro de Industria, Turismo y Comercio, Joan Clos, se jactaba de haber sido el primer alcalde español (él decía “del Estado”, porque es psoecialista catalán, que es tanto como decir nacionalista) que se pronunciaba en contra de las corridas (las de los toros, se sobreentiende). Durante su mandato municipal, el Ayuntamiento había declarado a Barcelona, textualmente, "ciudad antitaurina". Se prohibían los toros, sí, pero no los cuernos, que es cultura universal.

En Canarias también están oficialmente prohibidas esas corridas. Pero el veto no tiene ningún mérito porque aquí nunca hubo afición a los toros, al contrario que en la Ciudad Condal. Sin embargo, en las islas se sigue torturando a los animales. Las peleas de gallos son un buen/mal ejemplo. Pero sobre los gallos no han dicho nada los gallinas del Parlamento regional, autónomo a autómata. Y ha habido más de un diputado regional por Lanzarote que es aficionado fiel, convicto y confeso de ese bárbaro espectáculo. Allá cada cual con sus vicios.

Rosa Rodríguez lo describió muy bien en un excelente reportaje titulado “Peleas de gallos: la gran hipocresía”. El artículo tiene ya unos años, pero las verdades que en él se cuentan no caducan: "Las peleas de gallos son los únicos enfrentamientos públicos de animales que permite la Ley de Protección de los Animales, aprobada por el Parlamento el 30 de abril de 1991, por considerarlas de una gran tradición y arraigo popular, aunque para otros muchos sea simplemente una salvajada. La propia ley, aun permitiendo su realización, prohíbe el fomento de las peleas de gallos, e insta expresamente a las administraciones públicas a que se abstengan de realizar actos que impliquen el fomento de esa actividad, aunque la mayoría de las veces se incumple esa norma. Tal es la hipocresía existente al respecto que muchas instituciones, sobre todo locales, mientras critican la celebración de las peleas, subvencionan a las galleras. En el caso de los ayuntamientos, son muchos los que prestan locales públicos o terreros de lucha canaria para que se celebren esas peleas de gallos que, a juicio de la Coordinadora de Protectoras de Animales, vulnera claramente la propia ley del Parlamento regional".

He citado aquí en alguna ocasión anterior el libro de viajes de la escritora inglesa Olivia Stone, que ella tituló en mala hora "Tenerife y sus siete satélites" y que se publicó en Londres en 1887. La autora ofrecía ya por aquel entonces una muy singular visión de lo que eran las distintas islas de este Archipiélago a finales del siglo XIX. En hablando de las todavía supervivientes peleas de gallos, en pleno siglo XXI, apuntaba la viajera que "es un bárbaro entretenimiento que abriga una brutalidad desenfrenada y repugnante".

Esa doble moral que solemos achacar a los gringos nos sobra también a los canarios cuando convenimos en prohibir en las islas las corridas de toros y nos olvidamos de las peleas de gallos. Lo cual es tan gracioso e inútil como prohibir en Cataluña -un suponer- la lucha canaria (un deporte noble, en cualquier caso, al contrario que las peleas de gallos, que no es deporte sino cruel espectáculo sangriento). No he leído ningún programa electoral para lo del cuento 27-M (ni lo haré, pues va contra mis convicciones), pero ando convencido de que ninguno promete acabar con una tradición que traiciona nuestra presunta bondad como pueblo. ([email protected]).

Ponte gallito
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