martes. 23.04.2024

Por J. Lavín Alonso

El plagio es un recurso al que resulta difícil sustraerse, sobre todo si el que escribe atraviesa por una etapa de sequedad neuronal. Vamos, que no se le ocurre nada que valga la pena o se halla atascado en mitad de una cuartilla, con las ideas en huelga de conexiones sinápticas. En ese momento puede que recurra a las ideas de otros; la carne es débil, y la mente también. Pero ha habido y hay plumillas que, sin padecer el menor menoscabo cogitativo, recurren al plagio por razones de difícil justificación, cuya catalogación etimológica resulta algo fuerte y, desde luego, muy peyorativa. Algunos plagiarios logran obtener, incluso, premios de relevancia por obras surgidas de caletres ajenos. No obstante lo dicho, esos sujetos se consideran cultivados y transcendentes, cuando en realidad no pasan de ser un puro fraude. Lo malo de este tipo de farsas es que cuela fácilmente y se vende con relativa facilidad, a la vez que es alabada y lisonjeada por no pocos “expertos” críticos.

Otra cosa muy distinta en recurrir a fuentes de inspiración, pero no avant la lettre. Se toman ideas de otros y se reelaboran o desarrollan procurando dar un toque personal lo más acorde posible con el estilo propio. Incluso se cita la fuente para no atribuirnos como propias las ideas de otros. Es lo correcto, pero no lo corriente. Resulta obvio que la elocuencia y la riqueza de léxico no son virtudes que adornen, salvo pocas y honrosas excepciones, a quienes ostentan cargos o magistraturas públicas, con independencia de su categoría o importancia. Por eso, cuando son mostrados en los medios audiovisuales, se les ve actuar mas como lectores de cuartillas que como verdaderos conferenciantes u oradores. Y la duda que surge se centra en la autoría de esos textos leídos; pero es una duda que pronto se disipa. Esos textos, a veces incluso brillantes, son escritos por plumas de terceras personas, en ocasiones mercenarias - los llamados “negros”, vocabolo que utilizo aquí en su total acepción literaria.

A ellos han recurrido no pocos escritores, famosos por lo prolífico de su obra, a lo largo de la Historia, lo cual no les ha significado menoscabo alguno de su fama o calidad - aquí acuden a mi memoria unos cuantos literatos famosos-. Actualmente, con ayuda de la tecnología informática, concretamente de la Internet, la cosa resulta mucho más fácil para los afectados de pereza plumífera o sequedad de pensamiento. El truco consiste en utilizar el archisocorrido procedimiento de “copy and paste”, copiar y pegar.

Por desgracia para alguno, en esto del plagio, que bajo determinadas circunstancias resulta susceptible de demandas judiciales por parte de los plagiados, a veces las cañas se vuelven lanzas u ocurre lo que vulgarmente se conoce como “salir el tiro por la culata”. Se dejan llevar por el entusiasmo del cortar y pegar, o simplemente de copiar, y se les va la mano sin siquiera molestarse en retocar una coma por aquí, un adjetivo por allí, para disimular en lo posible y evitar que lo así “cocinado” dé el cante. Algo así ocurrió recientemente cuando en cierto programa electoral se plagiaron bastantes páginas de un texto ajeno. La cosa se descubrió casi inmediatamente, se proveyó el pertinente chivo expiatorio y el paso en falso logró diluirse mal que bien. Y es que los hay torpes, incluso a la hora de copiar - recuerden el chiste del copión aquel que incluyó hasta las faltas de ortografía del copiado. En todo caso, y como reza el título de estas líneas: plagia, que algo queda.

Plagia, que algo queda...
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