sábado. 20.04.2024

Míralo por la parte positiva, si la hubiera o hubiese: alguna ventaja teníamos que tener en las islas peladillas más orientales de Canarias (Fuerteventura, Lanzarote y La Graciosa) con respecto a las que pueden presumir todavía de contar con masa arbórea, que la llaman (Gran Canaria, Tenerife, Gomera, La Palma, e incluso El Hierro). Las tres primeras de estas últimas han sufrido casi a la misma hora respectivos incendios cuyos rescoldos todavía humean. Aquí, en el secarral majorero, conejero y graciosero, casi nunca se nos queman ni nos queman los bosques, ni siquiera el triste bosquecillo de Haría, que sólo lo es de nombre porque ni a bosquecillo llega, strictu sensu.

El voraz incendio cuasi infinito de Gran Canaria, provocado por el provocador pirómano pirado y papafrita (con perdón por el triple pleonasmo), que se supo cómo empezó y se desconoce cómo va a terminar, nos retrotrae a algunos lanzaroteños sanamente envidiosos de los bosques que no tenemos a la adolescencia, allá cuando, casi chinijos aún, viajábamos a la isla redonda en aquellos aviones de Iberia que iban casi siempre medio llenos o medio vacíos (como la botella que contiene más o menos vino según lo mire un optimista o un pesimista), a extasiarnos, por el efecto causado por el radical contraste (unos tanto y otros tan poco), ante tanto árbol, tanto pinar y tanto verde. Es la memoria arbórea. Nostalgia de la arboleda perdida, como la célebre obra poética de Rafael Alberti; magua del verde insular que se nos va de entre las manos mientras vemos -impotentes unos, incompetentes otros- el monte arder. Puro contraste con el sequeral de Lanzarote, cuyos encantos -que haberlos haylos- son muy otros, como es fama.

En Gran Canaria, epicentro del archipiélago en llamas, algunos medios han perdido la medida de las cosas y están convirtiendo el incendio provocado por el pollaboba que se protege de los periodistas con el periódico en plan paraguas, en guerra política. Aparte de los propios políticos, quiero decir, que están siempre echándose la culpa los unos a los otros, como si no supiéramos todos que la culpa la tienen por igual los otros y los unos. Por su parte, en Tenerife han sacado a pasear, otra vez, el secular pleito insular. “El Día” que no lo haga, alguien se muere. Y a eso sí que hay que pegarle fuego, al maldito pleito que se traen montado canariones y chicharreros, venga o no venga a cuento. Pégale ahí el fósforo, para que se consuma en la hoguera de las vanidades de ambos sanedrines, el de Vegueta y el que está a la sombra del padre Teide nevado/chamuscado. Mientras Gran Canaria ardía, me cuentan -porque yo nunca la veo- que a la Televisión Canaria (la nuestra/suya/de/ellos), que dicen que haberla hayla también, la pescaron en Babia, bobiando con boberías bobas, como dice el canario viejo cuando se pone a hacer arte de la redundancia.

Meses atrás dedicábamos aquí una columna a propósito de una reciente y fugaz estancia por la zona centro de Gran Canaria, donde reside su verde corazón. En aquella ocasión nos dejamos caer por San Mateo y Santa Brígida, y cumplimos con la subida a la cumbre de Los Pechos. Tanta es la diferencia paisajística con islas geográficamente tan próximas como Fuerteventura y Lanzarote que hasta se diría que estábamos en otro archipiélago insular, y casi en otro continente. Tal parecen el día y la noche. Aunque ahora, una vez que se ha consumado la tragedia ambiental, el contraste es un poco/bastante menor: ya nos sacan los grancanarios o canariones algunos árboles menos de diferencia, al menos mientras el bosque se regenera, que costará años, Dios y ayuda. Estará contento el pirómano pirado, el muy papafrita.

De la misma forma y manera que sólo una vez te bañas en el mismo río, solamente una vez se quema un bosque. El siguiente incendio que se produzca en la misma zona se llevará un bosque distinto. El que yo conocí en Gran Canaria de chinijo no lo volveré a ver más. ([email protected]).

Pirómano pirado y papafrita
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