viernes. 29.03.2024

Por Mare Cabrera

Admiro a las mujeres de cierta edad por su entrega, a veces sumisa, en pro de la familia: los hijos, las madres y hermanas y sobre todo los maridos. Esos hombres con los que se casaron vírgenes y a veces sin un sólo beso prenupcial. Esa noche de bodas debió ser para grabarla: sin los conocimientos básicos sobre anatomía masculina, más de una brincó de la cama. Una vecina del pueblo cuenta que se echó a correr al ver que le había tocado un esposo superdotado… de aquella parte, porque listo también era, al parecer.

Chiquillas y mozas se enfrentaban a matrimonios para toda la vida. No cabía en sus cabezas, cultura y entorno otra posibilidad. Así que, si el desconocido al que habías elegido te salía rana no te quedaba otra que meterte en su charca y enfangarte. Llenas de hijos, que esa es otra, parto tras parto y sufrimientos por la alta mortalidad infantil. Miseria o excesiva humildad. Dos habitaciones para cónyuges… ¡y 9 hijos! Apáñenselas, cristianos. Unos con la cabeza por un lado y el otro dándole con los pies en la cara.

¿Lo bueno? La tierrita, carajo: carne poca, pero fruta, verdura, barrancos con el agua de la lluvia que ahora tanto anhelamos. Leche de cabra y el gofio a un paso. La tranquilidad de conocer a los vecinos, las puertas abiertas… ¿quién necesitaba llaves? Ni alarmas ni telefonillos. Vivimos ahora en nichos verticales, impersonales y con ventanucos tristes que apenas dejan ver el sol. Los hijos se criaban en la calle y la ayuda se prestaba con gusto y confianza. Y ellas, las mujeres, con todo a la espalda y sobre la cabeza.

Las mujeres de hoy en día, estresadas con un buche de agua, no habríamos aguantado ni media película. Pienso en ellas y no me quejo tanto.

Mujeres de las que ya no quedan
Comentarios