jueves. 25.04.2024

Por Mare Cabrera

Todos los que han tenido que mudarse de casa alguna vez saben la verdadera lata que supone empaquetar trastos (cómo juntamos cosas en su mayoría inservibles), organizar las cajas repletas en su mayoría y trasladarlo todo después en coches propios y de amigos que amablemente se ofrecen. La cosa se complica aún más si, como es mi caso, vivías en una zona donde es imposible aparcar, pues no quedan huecos libres por mucho que pongas velitas la noche anterior y reces todas las letanías que te sepas.

Por puro milagro y para mi sorpresa, justo cuando bajaba con mis pertenencias una chica arrancaba su coche y se disponía a dejar hueco. Mi tío, con un camión traído para tal fin, ya estaba cansado de dar vueltas a la redonda buscando donde dejar el vehículo. Me acerqué a la joven, me dijo que salía en un momento, y para allá que fuimos, con todos los bártulos. Y que no sale, que no se mueve, el coche encendido, las manos en el volante, y que no se mueve. Y nosotros con todas la cosas delante de ella, nos veía dar un viaje tras otro y no se inmutaba. La muchacha no movía el coche ni a la de tres. El camión seguía dando vueltas, mis amigos, mi perro, todos al lado del coche que se iba y no se movía. Una situación ridícula. Cuando por fin el camión pudo aparcar, en otra ubicación, mas a trasmano, ¿adivinan lo que pasó verdad? Pues sí, coge la señorita y sale, se mueve, por fin, se va, coge rumbo para no se dónde con toda su cara de niña buena y nos deja a los demás, buenos también, con cara de tontos… y muy enfadada en mi caso.

Te quedas con una sensación de divorcio de la humanidad que no te la quita nadie hasta que te ríes de tu "desgracia" cuando ya ha pasado. Es fastidiar por gusto, joder sin necesidad, molestar por diversión. Te das cuenta de lo poco cívicos que somos, del egoísmo que practicamos y la desconfianza que se genera entre todos.

Cuando se iba, tras un acelerón y ante la impotencia que me produjo, acerté a gritarle: “¡muchas gracias, mujer!”.

Al día siguiente, paseando a Lusa (mi perrita, ya les he hablado de ella aquí mismo), me topé de frente con ella, la del coche, la puñetera que esperó a salir cuando ya no lo necesitábamos, la que me fastidió la tarde de mudanza por gusto y se hizo la loca viéndonos cargados y con mucho apuro. Ella, la que no se prestó para ayudar cuando estaba en sus manos. Venía cargada como una burra, se ve que del supermercado. Debió de calcular mal su fuerza en relación con la compra que debía hacer para poder llevarla luego a su coche, ese maldito coche que no se movía. Y la miro, y me mira con cara de baifo degollado, porque necesitaba ayuda. Pero no tuvo el valor de pedírmela. Y me dije, “bueno, Aymarita, lo de poner la otra mejilla es muy cristiano, pero a mí plin, con todos los respetos, a mí plin”. Si la ayudo no será por mis creencias religiosas, que no las tengo. Admito que dudé. Lo suyo habría sido dejarla allí, con las asas de las bolsas rotas, las botellas de lejía amenazando con terminar en el suelo, las naranjas a punto de hacerse zumo y su cara desencajada. Cogí lo que pude, la acompañé al dichoso coche y me fui sin mediar palabra. Cuando caminaba hacia mi casa con la cabeza bien alta escuché, alto y claro, un “¡muchas gracias!”.

Mujer tenía que ser…
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