jueves. 25.04.2024

Por Miguel Ángel de León

Leo la crónica de la agencia Efe en el diario ABC del pasado domingo: “La amenaza terrorista hace cambiar el Dakar. Se modifica el trazado de la décima y la undécima etapa ante el riesgo de ataques”. ¿Y no es terror, y a veces incluso muerte (el año pasado otras tres, reconocidas oficialmente), el que causa el desarrollo de esa avasalladora carrera sin sentido? No es chico ni manco el otro daño que consta que causan los que conducen hacia Dakar esos fanfarrones que exhiben costosísimas maquinarias en medio del subdesarrollo, en esa carrera obscena en la que un montón de occidentales que no saben cómo tirar el dinero que les sobra se pasean y se pavonean por los desiertos de África, en medio de tanta pobreza y miseria. Lo ha escrito Carlos Toro en El Mundo: “Disfrazado de magna competición deportiva, este rally ha sido desde el principio, y por encima de una epopeya humana y mecánica, un montaje comercial, un gran negocio. Al pueril, tramposo y embaucador reclamo de la palabra aventura en estos tiempos de escaso y desacreditado romanticismo, una poderosa organización se puso en marcha para exhibir en la pobreza de África toda la chatarra motorizada del mundo industrial y toda la policromía publicitaria de un sistema en el que la opulencia deriva en insulto tras haber supuesto una conquista. La carrera pasa envuelta en una nube de polvo y deja, en mitad de la miseria intacta y el silencio violado, un hedor a gasolina y un reguero de piezas calcinadas”. Y decenas de muertos que se han contabilizado ya, principalmente chinijos... pero negros y pobres, eso sí. ¿A quién le importa esa minucia?

Durante el largo y tortuoso recorrido por África, los pilotos suelen ser víctimas de trampas en el camino y de pedradas contra sus vehículos por parte de salvajes nativos. Salvajes que, a lo peor, hasta tienen también razones y motivos para molestarse o mosquearse por la no menos salvaje y ruidosa invasión de sus tierras. La prensa nunca explica ni insinúa el motivo que lleva a los aborígenes a apedrear los coches, las motos y los camiones de los esforzados participantes. Puede que sea sólo por hacer la ruindad o por matar el tiempo. Puede. Pero a lo mejor no nos vendría mal que, de tarde en tarde, nos pusiéramos por un ratito no más en la piel y en la situación de los lugareños que a lo peor sólo tiran piedras a los vehículos porque no tienen dinero para armas más sofisticadas con las que defenderse. Hay algo a lo que llaman orgullo, dignidad y amor propio, y hasta los más pobres de la tierra pueden tener de eso, a falta de otras comodidades y de dinero para desperdiciarlo o quemarlo en gasolina o cualquier otro derivado del petróleo. Más precioso y más preciado que ningún récord automovilístico es el orgullo de los pueblos y la dignidad de las personas que habitan esas tierras desde hace siglos, con el silencio y la tranquilidad que nadie tiene el derecho a entorpecer, por mucho dinero, por mucho poder y por mucha gesta deportiva que se utilice para disculpar lo que no tiene perdón. El capricho de unos pocos privilegiados no justifica el desprecio a los que ya tienen bastante con no tener nada.

¿Terrorismo, dijo usted? Mírese primero su joroba, cristiano. ([email protected]).

Motor y muerte en Dakar
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