sábado. 20.04.2024

Me gocé (ejem…) el servicio militar voluntario (ejem, ejem…) más atípico de la época. El P$OE acababa de acceder al poder con diez millones y pico de votos ilusionados, después de casi cien años de honradez (pero ni uno más), y la intentona golpista del 23-F todavía estaba muy fresca en la memoria colectiva de todo el país y parte del extranjero. Después del período de recluta y de la jura de bandera en Figueras (Gerona/Girona), los resultados del examen cultural (¿?) y psicológico determinaron que el puesto que me correspondía estaba en el glorioso Cuerpo de Artillería, que tenía sede en el antiguo Castillo de los Templarios, en Lérida/Lleida, al que llegué la mismísima noche de Santa Bárbara, patrona del Cuerpo de marras, con no recuerdo cuántos grados bajo cero y con todos los soldados durmiendo la mona después de haber celebrado la onomástica de la santa de la que dicen que sólo nos acordamos cuando truena. Esa coincidencia debió salvar al único conejero que estaba dentro de aquellos gruesos muros de alguna novatada que finalmente nunca se produjo (suponiendo que no fuera o fuese ya suficiente novatada dedicar un año de vida al sinvivir de la mili, que ya es mucho suponer, para mi gusto).

¿Tanta pregunta y tanto test tolete para acabar lanzando bombazos? Al menos me había librado de Infantería, que tenía peor fama. Pero me hinché a descorchar granadas, a escalar montañas en el Pirineo leridano con nieve hasta las rodillas, a atravesar bosques en mitad de “la noche oscura del alma” (con ansias en amores inflamada, que dijo San Juan de la Cruz, qué tío), a chupar guardias a diez grados bajo cero en la garita… Y así durante dos meses, hasta que en el Gobierno Militar de Lérida se “licenció” uno de sus mecanógrafos, un bilbaíno no precisamente amante del ardor guerrero, y me tocó la lotería de su sustitución, en calidad de “escribiente”, aunque ya entonces escribía a máquina casi tan mal como ahora. Luego de contarme su desgraciada vida durante aquel año de servicio militar que ya se acababa para él, el vasco me dejó su silla en la Oficina de Mutilados de Guerra por la Patria, y una cuchara enorme con la que todavía almuerzo en casa.

En el quinto pino (piso, quise decir) del Gobierno Militar de Lérida redacté mil y un oficios, al dictado de un coronel uniorquídeo o monorquídeo, como Hitler, al que la metralla enemiga le había reventado un testículo durante la guerra civil, amante de la obra cumbre de Miguel de Cervantes, que al tercer güisqui recitaba invariablemente algún pasaje del Quijote. Junto a él, los otros lisiados eran un capitán que había perdido el brazo derecho en la misma guerra y en el mismo bando (el Nacional; hasta entonces no existía otro con derecho a cobro del Estado) y tres sargentos cotorras que iban y venían trayendo chismes sobre las últimas ocurrencias de “estos hijos de puta del Gobierno, que nos la tienen jurada a la gente de orden”.

Aunque estaba en la mili, en realidad hacía vida civil. Cumplía como oficinista de ocho de la mañana a una y pico del mediodía (se supone que vestido “de bonito” y con corbata, que era lo preceptivo, aunque no sé cómo engañé al coronel para que me permitiera ir siempre en ropa “de faena”, con botas en lugar de zapatos), y por la tarde/noche tenía casi toda la manga ancha que se podía tener dentro de lo que seguía siendo un cuartel. A juicio de los que se habían quedado en la antigua fortaleza de los Templarios durmiendo con los “pepinos” (las enormes balas del obús, del tamaño de un niño de seis o siete años), a los que veía a veces en la ciudad en los pocos permisos de los que gozaban, “el canario vive como Dios”.

Una buena tarde nos convocan a todos los de Oficinas en el patio. Un alto oficial nos iba a dar una charla sobre los valores de la patria y por ahí. El énfasis que ponía aquel pobre hombre al pronunciar, casi a gritos, términos que a muchos nos suenan a huecos desde chinijos (patria, bandera y demás patrañas cuartelarias y nacionalistas), más el añadido de su dificultad para pronunciar las erres en mitad de unas palabras que contenían todas precisamente esa letra, obró el milagro de trocar un acto teóricamente tan solemne en una suerte de comedia o esperpento bufo que movía a la abierta carcajada. Una carcajada que todo el mundo supo reprimir… menos yo. Me costó una semana de calabozo. Todavía me entra la risa tonta cada vez que la recuerdo. Y recuerda tanto, a su vez, a todos los mítines que escuchamos antes, durante y después de cada campaña electoral que tal parece remembranza, paramnesia o déjà vu, como dicen los más finos.

Discursos gastados, discos rayados, bla-bla-blá insustancial para masas descerebradas, dedicado a militares a la fuerza, a militantes convencidos o a militontos abducidos de antemano. A esto ha quedado reducida la falsa democracia que disfrutamos (ejem…): simple y simplona cháchara cuartelaria. Te la regalo. ([email protected]).

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