martes. 23.04.2024

El pasado sábado cenaba en casa de un matrimonio conejero con otros conocidos. La casa, situada en una loma de Masdache por la que de chinijo anduve más de una vez cazando conejos y buscando huevos de alcaraván, se me antojó tan bien decorada y rematada como la cena propiamente dicha (dicho sea sin ánimo de dar coba a la pareja). No digamos ya los güisquitos de marca mayor, licor por el cual les quedaré eternamente agradecido. El Cielo se lo pague. Encima, el anfitrión se mostró todo el rato amable hasta el exceso:

-No me gustan tus artículos en el Crónicas, Miguel Ángel...

-Gracias.

-Quiero decir que ya no escribes como antes...

-Y lo peor es que tienes razón. Ni escribo como antes ni juego al fútbol como antes ni...

Era una forma de empezar bien. La noche prometía. A los postres, cuando anfitriones e invitados se daban a la innoble labor de destrozar varias canciones sin encomendarse a Dios ni a la SGAE, salí un momento para hacer una llamada previamente acordada. Afuera soplaba un viento desmayado. Una y pico de la madrugada del domingo en Masdache. La temperatura debía rondar los 14 grados, a ojo de buen batatero. Una estrella fugaz que no es estrella sino incandescente polvillo estelar cruza el seminublado cielo de la isla de Este a Oeste. Pido mentalmente un deseo, por cumplir con la tradición o el rito, no por pazguata superstición: que haya buena cobertura telefónica. Mientras hablo por el achipenco escucho, aparte de la voz al otro lado del teléfono móvil, un sonido que llega de muy cerca. Un grillo, mucho más afinado que los ruidos teóricamente musicales y acompasados que estuve escuchando dentro, se había apuntado a la fiesta.

Cuentan los viejos que los grillos no cantan cuando las temperaturas bajan más allá de los 12 grados. Una leyenda rural afirma que también enmudecen por el día, pero el mito es falso, como recordaba recientemente Mónica Fernández-Aceytuno en las páginas de ABC: “Que los grillos cantan de día se aprecia claramente cuando se camina junto a un campo recién labrado, y todo el campo es un clamor de grillos que parecen protestar por el rotulado de sus galerías. Cantan sólo los machos [como los comensales varones dentro de la casa] y, aunque canten todos juntos, tienen todos vocación de solista y su canto posee sólo dos significados: o de llamada sexual a la hembra, o de marcaje del territorio [como los nacionalistas], y este último sonido es el que se oye cuando los grillos, por un fenómeno de reorganización, vuelven a repartirse cantando la tierra”. Mónica también oyó por primera vez en lo que va de este año 2008 el canto de los grillos hace apenas unas noches: “Siempre produce la misma incredulidad volver a oírlos, como si con ellos volvieran todas las noches de verano, y los años perdidos”.

Más difícil que oír su cri-crí es dar con el lugar exacto desde donde el grillo entona su do de patas. Como estoy muy entrenado desde chinijo en buscar y encontrar bichos, al poco di con el grillo macho de Masdache, a pesar de su aparente don de la ubicuidad. Para evitar que a la mañana siguiente alguien se llevara un susto por la sorpresa nada más despertarse, en el caso de que el grillo siguiera allí como el dinosaurio del más conocido cuento corto de Augusto Monterroso, quité la batería del teléfono móvil y metí en su lugar al grillo. Pero al momento me percaté de que la idea a lo peor no era muy buena, y me limité a cambiarlo de sitio, dejándolo en enarenado abierto. Si no fuera o fuese porque existe la posibilidad (remota, pero haberla hayla) de que los dueños de la casa acaben leyendo estas líneas, o que algún lector muy metiche les vaya con el cuento, contaría aquí en qué sitio se había encaramado o encantado el grillo para lanzar su canto a palo seco. Pero esa anécdota no es necesaria para la historia ni para su moraleja, si la hubiera o hubiese.

Cuando había agricultura en Lanzarote, los campesinos de islita adentro decían que interrumpir el canto del grillo es mal negocio y trae peor resultado. Al día siguiente, una compañera de esta cofradía del columnismo, casi tan descreída como yo, me dice que no hay que interrumpir a los políticos cuando no hacen nada, pues tienen mucho más peligro cuando hacen como que trabajan. Por no sé qué extraña asociación de ideas, me acordé de Manuela (Armas) y de Enrique (Pérez), pero no me los puedo imaginar frotándose las patas para entonar su canto, sino frotándose las manos por no hacer nada, no permitir que nadie interrumpa ni censure su inacción, y encima cobrar lo que les estamos pagando para que se rían de nosotros en nuestra propia cara. ([email protected]).

Masdache: el canto del grillo
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