martes. 16.04.2024

Por David Alameda Pérez

Muchas veces aquellos que tenemos el cerebro más o menos bien amueblado -quién puede decir hoy en día que no tiene alguna que otra tara, algún que otro “cuelgue”, que dirían los más jóvenes- no entendemos las actuaciones de algunos seres humanos, a los que llamamos así por la compasión que impide describirlos como los animales que parecen. Me refiero a los maltratadores, a esos hombres -también hay mujeres que maltratan a sus parejas, pero son infinitamente menos que hombres- que por las razones de la más variada índole se dedican a pegar, violar, insultar y vejar de las maneras más horrendas que me niego a describir a sus indefensas compañeras.

Si se hiciera una encuesta de calle, la mayoría de los encuestados diría que habría que cortarles los cataplines -es que no quería escribir huevos o cojones, que suena bastante peor- a los que se aprovechan de la fuerza física para maltratar al más débil, en el caso que nos ocupa a una mujer. La mayoría no se pararía ni un segundo a pensar en las causas que pueden estar detrás del maltrato, y muchos de ellos, porque ya sabemos el grado de cinismo que se gasta esta sociedad del siglo XXI que nos toca sufrir, criticarían sin rubor algo que ellos también hacen, porque por desgracia cada día que pasa crece y crece el número de casos.

Parándonos un poco a reflexionar sobre el asunto, habría que preguntarse por qué ahora se producen tantas denuncias de malos tratos. En primer lugar, lo más fácil es decir que se denuncia porque se puede denunciar, porque ya hay mecanismos legales para enchironar al maltratador y porque se ha encargado a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y a las policías locales de evitar, siempre dentro de sus posibilidades, que se produzcan más casos. Creo que de algo está sirviendo, porque por lo menos las mujeres ya se atreven a denunciar a sus parejas. Antiguamente esto no era así. De hecho, en la sociedad de no hace demasiado tiempo estaba hasta bien visto que un hombre pegara a una mujer; era una señal de hombría y de autoridad. De hecho, entre chato y chato de vino se decía en las tabernas entre risas eso de que “tú pégale una bofetada a tu mujer cuando llegues a casa, porque si tú no sabes qué ha hecho para merecerla seguro que ella sí”.

Superada la mentalidad troglodita que todavía acompaña a alguno de nuestros congéneres, debemos volver al análisis del porqué de cada situación. Todavía recuerdo el caso de mi profesor de religión de cuarto de EGB y se me ponen los pelos de punta. Era un señor encantador que un día entró en el colegio donde también trabajaba su mujer, la cogió en plena clase de preescolar por el pelo y le asestó once puñaladas. Los médicos determinaron eso que justifica tantos asesinatos de enajenación mental transitoria, y a los dos años y medio ya estaba en la calle. No es que piense que don Mauricio -creo que así se llamaba- fuera una mala persona, pero me pareció poco castigo para el mucho crimen que cometió, no sólo por la muerte de su esposa sino por las secuelas emocionales de los niños que presenciaron el horrible asesinato y las de la hija que dejó huérfana de madre y con un padre en la cárcel.

Está claro que cuando un hombre comete actos de este tipo es que no está bien de la cabeza. Y mucha culpa de lo que está sucediendo ahora la tiene la propia sociedad en la que vivimos, donde las disputas de pareja se producen a cada paso como consecuencia del estresante ritmo de vida que nos hemos impuesto. Eso sin embargo nunca justifica una bofetada, un insulto, y menos una cuchillada. Por eso, sería recomendable que aquel que todavía tiene alguna neurona en funcionamiento y que se ve reflejado en este torpe retrato de una realidad que por desgracia nos toca vivir tomara cartas en el asunto. Nunca es tarde para reaccionar.

La emancipación de la mujer no ha sido ni va a seguir siendo un camino de rosas, pero en su mano está también el luchar contra esta lacra. La Administración debe seguir poniendo los medios para protegerlas, y ellas intentar ser valientes. Salvo casos que se pueden contar con los dedos de una mano, ningún hombre que pega a una mujer merece la pena. Como dice Bebe, uno no daña a quien quiere, y por muy cuesta arriba que se vea el mundo, siempre hay una penúltima puerta que se abre a la esperanza de un posible cambio.

Los maltratadores
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