jueves. 28.03.2024

Es seguro, o cuando menos probable, que algunos, no me atrevo a cuantificarlos, al leer estas líneas y vean que versan sobre el tema, ya sobado mas todavía no resuelto, de la vertebración de Cataluña dentro del Estado español, exclamarán que ya vale, otra vez con la misma tabarra, que lo que les preocupa de veras es la crisis económica, y su secuela más importante que es el paro galopante. ¡Toma! ¡Y a mí también! Y a otros muchos como yo. Lo que no es óbice para que me siga preocupando la cuestión mencionada. Pedidas excusas, aunque sé que servirán de muy poco, prosigo en mi disertación.

Uno de los problemas que en este año 2013 está sobre nuestra mesa política es el de la vertebración de determinados territorios, como Cataluña y Euskadi, dentro de la estructura del Estado español. Es ya viejo, lleva mucho tiempo revoloteando sobre nuestras cabezas. Azaña, como también Ortega y Gasset, en 1932 en las Cortes de la II República lo reconoció “El problema de Cataluña, el problema de las autonomías españolas, es un hecho y un problema de la historia de España, y no nos ha caído a nosotros de una teja el 14 de abril; existe desde hace muchos años.” No han faltado auténticos cenutrios del ámbito de la alta política y de medios de comunicación de relumbrón sobre todo de la capital del Estado para los que España empieza y acaba en la M-30, quienes dijeron y lo siguen diciendo que el problema lo generó ZP al haberles hecho determinadas promesas a los catalanes, que no se podían asumir. Sin explayarme en exceso en las causas del problema, me detendré en ellas. Para encontrar algo de luz en esta cuestión, parece muy oportuno el acudir a la historiografía. Según César Molinas, Bobbitt ha analizado el papel de la guerra contra otros pueblos o naciones en la formación de los Estados-nación modernos. Francia, por ejemplo, se ha hecho francesa matando alemanes. Alemania se ha hecho alemana matando franceses. España ha sido diferente. Nuestras guerras en los últimos dos siglos han sido guerras civiles, divisivas en vez de cohesivas. España se ha hecho española matando españoles. El resultado es un Estado-nación a medio cocer, mucho menos cohesionado que el francés, o el alemán, o el británico. Según Álvarez Junco la revolución liberal decimonónica sirvió para modernizar, uniformizar y centralizar el aparato estatal español, aunque fracasó a la hora de nacionalizar a las masas. El Estado español del siglo XIX no se preocupó por crear esas escuelas públicas donde habían de “fabricarse españoles”, como dice Pierre Vilar. Dejó que dominaran los colegios religiosos, más preocupados por fabricar católicos. En la Francia de la Tercera República la enseñanza estatal obligatoria fabricó franceses. Como también el servicio militar universal sirvió para el mismo objetivo. En España ocurrió todo lo contrario, ya que existían exenciones, y las clases ricas mediante el pago de una cuota se excusaban de este servicio. En consecuencia el ejército nunca cumplió en España el papel unificador que tuvo en otros Estados europeos. Durante la II República se intentó su solución, concediendo Estatutos a determinados territorios de España, aunque todo se vino abajo con la implantación de la dictadura franquista, esta sí que se preocupó por nacionalizar a las masas, por españolizarlas, mas esa nacionalización era tan agresiva como grosera; ya que era forzada, brutal y basada en la anulación y aplastamiento de media España. Con la Constitución de 1978 y su Título VIII, tampoco se encontró la solución adecuada tal como estamos constatando. En Cataluña y Euskadi, una parte de sus ciudadanos desean la separación del Estado español, al votar a determinadas opciones políticas, que la llevan en sus programas, cabe pensar porque no les resulta atractivo un proyecto colectivo con los españoles. Esta es la realidad, nos guste o no nos guste. Repito, para solucionar un problema, la primera condición es reconocerlo. Desde determinados planteamientos de la derecha española y también de la mayoría de izquierda socialista, la de antes y la de ahora, ni siquiera lo reconocen. Y cuando lo reconocen, piensan que su solución es muy fácil.

Por otra parte, no me parecen adecuadas las posturas dogmáticas para abordar esta cuestión. Para determinados sectores sociales y políticos es una verdad incuestionable la unidad de España, como si tuviera un origen divino. Para muchos que sufrimos aquella horrenda asignatura de Formación del Espíritu Nacional en tiempos de la dictadura franquista, nos cuesta aceptar que pueda romperse en un futuro más o menos próximo la unidad de España. Mas las lecciones que nos proporciona la historia son claras y evidentes. Los Estados no son realidades inmutables. Lo podemos constatar si superponemos sobre la Europa actual un mapa de hace 100 años. Los cambios y los reajustes fronterizos, originando nuevos Estados y desapareciendo otros han sido continuos y los seguirá habiendo, como no puede ser de otra manera. Por ello, entra dentro de lo previsible que en 20, 50 0 100 años, o incluso, menos, el Estado español sea muy diferente al actual, ya que determinados territorios se hayan desgajado. Y sí acontece así, seguirá saliendo el sol y después del otoño vendrá el invierno. Emitir tal juicio no debería ser causa para sufrir todo tipo de insultos, como a los que me he visto sometido, incluso, por colegas de profesión.

Prosiguiendo en mi relato, me parece totalmente democrático el aceptar que una comunidad, un conjunto de seres humanos, por la razones que fueren se sientan como nación por historia, lengua, tradiciones, sentimientos, y por ello, tengan pleno derecho a decidir cómo quieren organizar su convivencia política, aspirando a su propio Estado. Existen muchos ciudadanos que viven en Cataluña que se sienten como nación y en base a ello, aspiran a tener su propio Estado. En cambio, hay otros, que su deseo es seguir formando parte del Estado español. Tan legítima es la postura primera como la segunda. Si alguien tiene problemas en aceptar ambas, que no se llame demócrata. En todo caso, será otra cosa, mas no demócrata.

Dicho lo cual, considero que no debería haber problema alguno, para aquellas fuerzas políticas, repito si son demócratas, en proporcionar a los catalanes la posibilidad de decidir sobre su futuro. Todavía más, cuando el Parlament de Catalunya mayoritariamente acaba de aprobar una declaración para el 'derecho a decidir' auspiciada por CiU, ERC e ICV-EUiA con 85 votos a favor, 41 en contra y dos abstenciones. A instancias de CIU acaba de ser rechazada, creo que se han equivocado, en las Cortes españolas por los dos grandes partidos PP y PSOE la siguiente resolución: “Se insta al Gobierno a iniciar un diálogo con el Govern de la Generalitat en aras a posibilitar la celebración de una consulta a los ciudadanos y ciudadanas de Catalunya para decidir su futuro”. De verdad, me resulta difícil de entender que fuerzas democráticas nieguen el derecho a decidir su futuro a los catalanes. Por primera vez en la historia de Cortes españolas, el PSC y el PSOE votaron por separado. Por cierto, el líder del PSC ha sido duramente atacado desde todos los frentes, siendo acusado de irresponsabilidad, como ya lo fue por pedir la abdicación de Juan Carlos I. ¡Qué país este, en el que la coherencia y la responsabilidad son perseguidas!

Me parece acertada, de acuerdo con lo expuesto, la opinión manifestada por Azaña, no obstante Azaña era mucho Azaña, si lo comparamos con la talla de los Rajoy y Rubalcaba, en su discurso sobre La libertad de Cataluña y España de 17 de julio de 1931 “Nuestro lema, amigos y correligionarios, no puede ser más que el de la libertad para todos los hispánicos, y si alguno no quiere estar en el solar común, que no esté”. Todavía más explícito había sido, ante audiencia catalana, en 1930 “Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera remar ella sola su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida, pudiéramos establecer al menos relaciones de buenos vecinos”. Y el 16 de mayo de 1932 en las Cortes españolas con motivo de la discusión del Estatuto de Cataluña Azaña fue capaz de decir, y eso que se sentía profundamente español lo siguiente “Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima. Este es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil, ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo, sea difícil, sea fácil. Se podría suprimir el problema, de dos maneras. Una, como quieren los extremistas de allá y de acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que Cataluña cumpliese su destino, dejaría a España frustrada en su propio destino. Y la otra sería aplastar a Cataluña, con lo cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría frustrada en su interés y su justicia. Hay, pues, que resolverlo dentro de los cauces políticos”.

La talla de los políticos se demuestra cuando ante los problemas, cogen el toro por los cuernos y no dejan que se pudran, como están haciendo los dos líderes del PP y del PSOE. Insisto en lo ya dicho, haciendo mías las palabras del artículo Romper el tabú de José María Ruiz Soroa “La mejor manera de enfrentarse a un desafío secesionista serio y persistente es aceptar su propio planteamiento, es decir, estar dispuesto a poner la nación a votación. Introducir la idea de un referéndum de independencia como un seguro fracaso para la unidad española, y negarse desesperadamente por ello a aceptarlo siquiera como algo posible, es tanto como confesarse derrotado de antemano en ese debate. Quien no está dispuesto a poner su idea de nación a votación popular es porque no confía de verdad en ella, porque, como escribió Manuel Aragón, “un pueblo de hombres libres significa que esos hombres han de ser libres incluso para estar unidos o para dejar de estarlo”. Por otra parte que la gente hable, opine y exprese su opinión, siempre es positivo para un sistema democrático. Esto me parece tan claro como el agua cristalina.

El notario, natural y residente en Cataluña Juan José López Burniol, en la misma línea y con no menos claridad nos advierte en su artículo Federalismo o autodeterminación “Muchos españoles pensarán que es una locura -o una traición- admitir la posible secesión de partes de España. Pero, sin perjuicio de la adhesión cordial a la idea de España y precisamente por ella, hay que mirar la realidad y asumirla. Y esta realidad nos dice que -en Cataluña, País Vasco, Galicia y Navarra- parte de los ciudadanos quieren separarse. No se trata ya de competencias, dinero, infraestructuras, deuda histórica, etcétera, sino, lisa y llanamente, de la ausencia de un proyecto compartido que resulte atractivo. Puede que los que quieran irse sean mayoría, puede que no; pero hay que saberlo. Y, en cualquier caso, lo que nunca debe hacerse es estructurar el marco constitucional de convivencia con la única aspiración de que se queden los que quieren irse, porque, si tal se hace, resultará que los que quieran marcharse terminarán yéndose y los que se queden habrán destruido su Estado.”

El problema precisamente por su complejidad requiere para encauzarlo soluciones no fáciles. Es de un simplismo insultante el tratar de hacerlo con la presentación de un recurso de inconstitucionalidad, como si fuera el bálsamo de Fierabrás. No se les admite el derecho a decidir porque dicen “no lo permite el texto constitucional”. Por ello, son especialmente virulentos los ataques dirigidos a los nacionalistas periféricos, porque al defender la existencia de otras naciones se atreven a cuestionar el artículo 2 de la sacrosanta Carta Magna “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.” Al respecto merece la pena detenerse en esta cuestión. ¿Cómo se redactó tal artículo? Este artículo no fue producto del archirepetido y nunca demostrado consenso entre los diferentes miembros de las distintas fuerzas políticas, que formaron parte de la ponencia que redactó la Constitución, muy al contrario, se debió a una imposición extraparlamentaria, casi con toda seguridad de origen militar. Según el profesor Xacobe Bastida Freixido, en el transcurso de la discusión en torno a las enmiendas que tocaban tal artículo, y cuando Jordi Solé Tura presidía la ponencia-era rotatoria-, apareció un mensajero con una nota procedente de la Moncloa en la que se señalaba cómo debía estar redactado tal artículo. El texto de la nota coincide casi exactamente con el actual artículo 2º de la Constitución. Por ello, lo que parece incuestionable es que su redacción no se debió al lógico devenir de la actividad parlamentaria, lo mismo ocurrió con otros artículos, y sí a la imposición de fuerzas ajenas al mismo. Esa ausencia de un verdadero pacto entre iguales dotó al nuevo régimen de un déficit de legitimidad de origen. Para conocer la prueba de esta circunstancia tan importante en el proceso de elaboración de nuestra Constitución, el mismo Xacobe Bastida Freixido nos remite al testimonio de un protagonista directo; el de Jordi Solé Turá, el cual ya en 1985 en su libro Nacionalidades y Nacionalismos en España, de Alianza Editorial, en las páginas 99-102, nos lo cuenta con todo tipo de detalles. Libro que he leído con gran interés. Por lo que parece, no ha interesado que este dato se conociera. Nunca un constitucionalista, ni siquiera los más prestigiosos lo han mencionado. Como tampoco la mayoría de los políticos y los intelectuales españoles. El silencio resulta sospechoso. Y lo que parece más grave, es que aquel que tiene la osadía de mencionarlo, puede verse sometido a todo tipo de dicterios, como si estuviera poniendo en grave peligro la convivencia de la sociedad española. Todavía más, es que a la mayoría política e intelectual les resulta intolerable la existencia del hecho. Cuando sería muy fácil el admitirlo, considerando las circunstancias propias de una Transición todavía mediatizada por un pasado dictatorial y un mando militar muy poco predispuesto a admitir que alguno pudiera cuestionar la indisoluble unidad de la nación española, como si ésta fuera una realidad metafísica. La conclusión de todo lo antecedente parece clara. Se podrá cuestionar la esencia y la existencia de los nacionalismos periféricos con los argumentos que parezcan oportunos, mas nunca con la susodicha teoría del "consenso", por lo menos en lo que hace referencia al artículo 2º de nuestra Constitución, ya que no lo hubo en absoluto.

Por otra parte, una constitución no es una ley inmutable, que no se pueda cambiar. Por ello, podría modificarse el artículo segundo, y también el octavo, una reminiscencia peligrosa de la Inmaculada Transición “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.” Se argumentaba por los gurús del derecho constitucional que es muy difícil un cambio constitucional. Otra mentira más. Acabamos de contemplar que por la creciente cesión de soberanía que los sucesivos gobiernos españoles han ido proporcionando a la Unión Europea, hoy en manos de una deudocracia, la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución española. Ese auténtico "golpe de estado financiero" del verano de 2011, puso en clara evidencia que el artículo 1.2 de la sacrosanta Constitución “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado", es una auténtica farsa.

Libres para estar unidos o para dejar de estarlo
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