miércoles. 24.04.2024

Por J. Lavín Alonso

Dejo a un lado por ahora los un tanto enervantes asuntos de la política, en sus facetas local, nacional o internacional, para recurrir, a modo de válvula de escape, a la filología de andar por casa, contemplada con cierto matiz irónico, si se me permite el eufemismo.

Resulta que, por un mecanismo deductivo cuyos esquemas se me resisten, algunos próceres autótonos han llegado a una conclusión que ya era conocida desde la más remota antigüedad - se rumorea que incluso en la desaparecida Atlántida ya era del dominio público - cual es que nuestro territorio en un Archipiélago Atlántico. De ahí resulta fácil inferir, obviedades aparte, que si las fuerzas telúricas, durante la fragmentación de Pangea en Gondwana, nos hubiesen ubicado en los antípodas, seríamos un archipiélago polinésico, del Pacífico Sur por más señas, y en vez del timple, tañeríamos el ukelele a la sombra de los cocoteros. Pero fuerza es aquello de que no se puede tener todo en la vida, y atlánticos seremos per secula seculorum, si antes algún asteroide descarriado o un ingenio nuclear en manos insensatas no nos convierten en polvo planetario.

Días atrás he visto en los medios una publicidad del Gobierno de Canarias en relación con el recientemente aprobado Estatuto de Autonomía, en la que se distingue a Canarias como una tierra única, y en efecto, lo es, y por diversas y muy particulares razones, de sobras conocidas. Asimismo, en la citada publicidad aparecen enumeradas unas cuantas palabras: sustantivos, adjetivos y algún que otro verbo, todas ellas fácilmente reconocibles y familiares para quienes hemos nacido en las islas o para los foráneos que lleven tiempo residiendo en ellas. Sus orígenes son diversos y su uso resulta común a muchas otras zonas y países hispanohablantes. Otras son específicas del habla local, pero en modo alguno resultan definitivas en la conformación de nuestra particular identidad, ni resulta extensivo su uso, de forma habitual, a todos los estratos de la sociedad; por el contrario, este uso resulta mas bien pintoresco, si lo que se desea el resaltar determinados costumbrismos, principalmente entre las gentes del agro; o, a veces, entre los ilustres literatos y periodistas canarios de antaño y hogaño, en sus creaciones de temas costumbristas.

La verdadera esencia de un pueblo se forma, a mi entender, de diversos factores antropológicos y sociológicos, con el devenir de los siglos. No es algo que surge de la noche a la mañana. La cultura, las tradiciones, las creencias, el folclore, y, por supuesto, el lenguaje, son algo que el paso del tiempo va decantando en acervo popular. Limitar la idiosincrasia de un pueblo solo a su forma de comunicarse se me antoja algo simplista y carente de solidez argumentativa.

Otra cosa muy distinta es que en alguna reunión vespertina, bajo una cielo azul flojo, y con la amenaza de un chipi-chipi que los enchumbe, algunos desinquietos y noveleros prohombres de la patria atlántica se reúnan en un guachinche cualquiera y den en urdir guachafitas demagógicas sin fundamento; al tiempo que se mandan unas medias de buen morapio matancero, con unas cotufas o un plato de arvejas como armadero o conduto, seguido de un buen frangollo, mientras suenan unas folías parranderas, y que después de mucho alegar, la cosa termine en tremendo zaperoco de ideas, que mejor acabarían olvidadas en alguna gaveta. Así que, más fundamento y a ocuparse de cosas más serías, que buena falta le hace a nuestros atlánticos peñascos, unos fiscos de nada en comparancia, por ejemplo, con el continente que tenemos ahí mismito, que tan encandilados tiene a no pocos chamanes de la pasta y la política, y de donde nos está cayendo un turismo, que, junto con el de las pateras del aire y otros semovientes, nos cuestan más que nos traen. Chiquito negocio, compadre, pero ¿Para quién...? A mí que me registren. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado... de momento.

Léxico atlántico único
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