miércoles. 24.04.2024

A lo largo de la historia de la humanidad, desde que el hombre es hombre, en nombre de la religión se han cometido las mayores barbaridades a las que hemos podido asistir.

Nunca algo tan etéreo, como la fe en una determinada creencia, ha causado tanto daño y tanta desgracia entre los que profesan alguna de las muchas creencias en las que el ser humano se apoya para llevar una vida digna y con un cierto sentido.

La utilización torticera de la religión ha dado pie a que, en su nombre, los hombres hayan puesto de manifiesto lo mas profundo y deleznable de su condición como seres vivos.

Con el paso de los años, cada vez me resulta más inconcebible que el amor a unas ideas, la pasión que se profesa por un ser desconocido, pueda degenerar en actos absolutamente demenciales y cuya única consecuencia es el fomento del odio visceral hacia aquella confesión religiosa en nombre de la cual se cometen estos actos.

No hay religión o confesión que escape a este hecho.

Cuando se mata en nombre del Islam, del Cristianismo o de cualquier otra de las muchas religiones que profesan los hombres, no lo hacemos porque estas nos inciten a ello. Lo hacemos porque la condición humana es así. No podemos justificar el hecho de cercenar la vida humana en base a algo que ni está escrito, ni forma parte de la filosofía del ser en el que creemos.

Antes del nacimiento de Jesucristo, ya se cometían atrocidades en nombre de Jehová. En la época de los egipcios ya se llevaban a cabo todo tipo de barbaridades en nombre de Anubis y el resto de dioses del poblado espectro religioso de la época. Los Griegos, los Romanos, los Vikingos han instrumentalizado sistemáticamente sus creencias para masacrar al enemigo o simplemente para eliminar a aquellos elementos que no seguían sus creencias.

Los musulmanes, en nombre de Alá y con el único fin de acabar con el infiel cristiano, masacraban poblaciones enteras con la única justificación de ser enemigos del Islam.

Y en nombre del Cristianismo tres cuartos de los mismo. La colonización de América, donde el deporte nacional era convertir a los indígenas a base de terror y muerte, la Santa Inquisición, época negra de la historia cristiana en la que solo con ser diferente y no comulgar con las ideas de los prohombres que regían la Iglesia Católica ya era motivo más que suficiente para quemar en la hoguera a los impíos.

Estos son ejemplos, de los muchos que podría enumerar, de cómo el ser humano ha justificado su crueldad en nombre de una mal entendida idea sobre lo que significa seguir a un Ser Superior y de que la religión entre con sangre y sufrimiento.

El Islam no mata, los que matan son aquellos que, en su nombre, quieren imponer un estado irracional de terror, amparándolo en una torticera interpretación de sus libros sagrados que está en las antípodas de lo que verdaderamente significa su lectura.

Lo que ha pasado en Bélgica, antes en Madrid, Paris, Londres, Malí y en todos y cada uno de los países que han sufrido el azote del terrorismo cual plaga egipcia, no es sino la muestra más evidente de que el ser humano utiliza lo que tiene a su alcance para justificar lo más bajo de su propia condición.

No podemos, ni debemos, dejarnos llevar por actos cometidos exclusivamente por hombres en nombre de una religión, para demonializar a esta, para crear un estado de fobia hacia todo aquello que emana de sus creencias y como consecuencia de ello, para convertir a una creencia religiosa en algo intrínsecamente malo y pernicioso para la humanidad.

Ni Alá enseñó nunca a sus creyentes a aniquilar a los infieles, ni Jesucristo les dijo a los suyos que la religión con sangre entra, ni los dioses egipcios, romanos, griegos, etc., determinaron nunca que sus creencias había que imponerlas por la fuerza.

Todos aquellos, creyentes de una u otra confesión, que cometen actos en su nombre, lo único que demuestran es que, más allá de la fe, de las creencias y de las ideologías, hay algo en la propia condición humana que no hay Dios que lo pueda evitar.

No voy a entrar en como se debería luchar contra esta lacra, entre otras cosas porque creo sinceramente que no hay forma de hacerlo. La maldad del hombre, en cualquiera de sus manifestaciones, es algo innato a su condición.

En momentos como este, donde el látigo de la crueldad en su manifestación más extrema, azota nuestra existencia, creo que lo único que nos queda hacer es rezar, a Ala, a Dios, a Buda, a Confucio, a aquellos dioses en los que creemos para intentar que, los que en su nombre nos quitan la vida, se lleguen a dar cuenta de lo que verdaderamente significa la religión.

Más allá de medidas políticas, económicas, bélicas o cualquiera otra que los diferentes gobiernos puedan tomar, nos tenemos que dar cuenta que el verdadero problema radica en la ausencia completa de humanidad que profesan aquellos que han decidido acabar con la vida humana en nombre de una religión cuyo verdadero sentido ni conocen ni entenderán.

Las religiones no matan, en su nombre sí
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