viernes. 29.03.2024

Por J. Lavín Alonso

Recuerdo haber leído en alguna parte que, coincidiendo con la invasión nazi de la Unión Sovientica, el 22.06.41, el entonces dictador de aquel enorme imperio, camarada Stalin, despareció de escena y durante diez días nadie supo de su paradero. Pasado este lapso de tiempo, parece que se fue recuperando del canguelo y se reincorporó a su puesto para hacer frente a la gigantesca tarea que le aguardaba. Sus hagiógrafos pretender que durante ese tiempo estuvo planeando la estrategia de la contraofensiva. Algo parecido ocurrió con el presidente Bush el trágico 11-S, pero esta vez el escamoteo personal duros solo algunas horas. La más reciente de estas esfumaciones ha sido la del ínclito Zapatero con motivo del grave y trágico ataque sufrido por un vehículo militar español en Líbano, con resultado de seis muertes. El jefe del ejecutivo mantuvo su oculta discreción por espacio de cuatro días, supongo que tratando de digerir como se atrevían a hacerle algo tan abominable a él, mago del talante, artífice de la alianza de civilizaciones, gran valedor de los valores islámicos y otros cachanchanes andino-caribeños Pero si este buen señor hubiese leído al prototipo y pionero del terrorismo moderno, Serguei Netchaiev, sabría que esa fauna sociópata tiene sus propias normas de actuación, que nada tienen que ver con conceptos tan consustanciales con la Democracia como son ética, civilización o respeto por la vida... ajena, se sobrentiende.

El tal Netchaiev, a mediados del siglo XIX, y en unión de Mikhail Bakunin, escribió un libelo llamado Catecismo del Revolucionario, que habría de inspirar todo el terrorismo del siglo siguiente, en tiempos que propiciaron la simbiosis entre el terrorismo y el propio estado, dando lugar a auténticos viveros de delincuentes políticos bajo la siniestra égida de los totalitarismos. En el tal catecismo - menuda forma de corromper este vocablo- ese angelito decía, entre otras lindezas, cosas del siguiente tenor, y cito textualmente: “Es necesario que el revolucionario, duro consigo mismo, lo sea también con los demás. Todas la simpatías, todos los sentimientos que pudieran emocionarle y que nacen de la familia o la amistad, del amor o de la gratitud, deben ser sofocados en él por la única y fría razón de la obra revolucionaria. Para él no existe más que un placer, que un consuelo, que una recompensa: el éxito de la Revolución. No debe tener, día y noche, más que un pensamiento y un objetivo: la destrucción inexorable. Y persiguiendo con sangre fría y sin descanso la realización de este plan, debe estar pronto a morir, mas también a matar con sus propias manos a quienes se opongan a tal realización”. Más claro, agua de manantial de montaña.

Ante esta noción, y otras muchas de largo enumerar, expuestas con claridad meridiana y sin dejar espacio al más leve atisbo de duda, los llamados a enfrentarse con esta lacra social deben tener las ideas muy definidas y una clara conciencia de con quien se están jugando los cuartos. En la lucha con el terror por el terror no caben medias tintas ni hay tío páseme el rio que valga. La Historia es clara y terminante al respecto, y no caben la inanidad, el relativismo ni la pereza, y mucho menos las interpretaciones sectarias o torticeras de la misma. La búsqueda de la paz es una tarea noble, pero so si existe sinceridad en las partes; cuando la vileza de una de ellas sale a relucir queda desvirtuada la nobleza del intento. La las mínima concesión al apaciguamiento es una circunstancia agravante que solo da alas a un enemigo implacable, a años luz de cualquier noción de trato entre caballeros. Paz si, pero no a cualquier precio. Como dice Bertolt Brecht, quien quiere comer con el Diablo debe procurarse una cuchara muy larga.

La sombra de Netchaiev
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