viernes. 19.04.2024

La filósofa Marina Garcés, insisto filósofa, escribe que Hannah Arendt, en El origen del totalitarismo, expresaba la idea de que totalitario es aquel régimen político que se basa en la creencia básica de que “todo es posible”. Frente a su omnipotencia, que se cierne sobre todos los ciudadanos, solo cabe hundirse en la impotencia o cobijarse en la ficción anestesiante de la normalidad. Esta concepción del totalitarismo es perfectamente aplicable al sistema neoliberal y las instituciones formalmente democráticas que lo legitiman políticamente. El neoliberalismo globalizado se basa en la presunción principal de “todo es posible”. Y frente a él, toda resistencia se hunde en la impotencia o en la coartada de la normalidad. ¿Cómo vamos a indignarnos, o pretender cambiar las cosas si la competencia, la explotación, el sacralizar el rendimiento, y el obsesionarse por sacar el máximo beneficio es lo admitido y normal?

Y es verdad incuestionable que la norma básica y aceptada por la gran mayoría, del sistema económico vigente, llamémosle como queramos, neoliberalismo, economía de mercado, o dejémonos de circunloquios verbales simplemente capitalismo, está cimentado en el mercado, regido por la ley de la oferta y la demanda, por la competencia, en la que el objetivo básico y único es extraer el máximo beneficio posible, sin reparar en sus consecuencias por funestas y nocivas que sean para los seres humanos o la naturaleza. Tal como señala Cesar Rendueles, otro filósofo, en Capitalismo canalla, desde hace dos siglos la humanidad está inmersa en un experimento de ingeniería social inimaginable hasta hace poco. A través de la historia, la mayoría de las comunidades han utilizado el mercado para intercambiar bienes y servicios, pero estos mercados tradicionales eran siempre instituciones marginales o muy limitadas.

Con la modernidad el mercado se convirtió por primera vez en una institución básica que inunda toda nuestra realidad social. La compraventa ha inoculado nuestros cuerpos y nuestras almas. Todo se compra y se vende. Cuando digo todo, digo todo. Vendemos parte de nuestro tiempo en el mercado laboral al precio que nos quieran dar; compramos una vivienda mediante sofisticados procedimientos financieros, con hipotecas que nos encadenan para toda la vida; el aire que respiramos o el agua que bebemos, la educación, la sanidad, la asistencia también se cotizan. Mas no siempre ha sido así. En casi todas las sociedades precapitalistas tuvieron especial empeño en excluir del mercado determinados bienes o servicios básicos, como la tierra, el agua, los productos de primera necesidad, etc. El mercado se basa en la competencia con la que intentamos sacar ventaja a un oponente, que es nuestro enemigo y al que debemos engañar. En una sociedad que da rienda suelta a la competencia pura y dura es complicado establecer barreras y límites. Las sociedades precapitalistas con buen criterio consideraron que era una auténtica locura condicionar su supervivencia material al azar de la competencia. ¿Es razonable el hacer depender el abastecimiento de necesidades básicas, como el trabajo, el alimento, la casa, la sanidad o la educación al azar del mercado? Durante milenios, pensaron que no. Sin embargo, nosotros los más civilizados pensamos que sí, y así nos va. Nada más hay que mirar a nuestro alrededor: destrucción irreparable de la naturaleza; expansión como nunca de la inequidad y la explotación; millones de seres humanos muriendo de hambre; otros muchos sin poder acceder a un puesto de trabajo o, cuando lo tienen en condiciones muy precarias; y otros muchos sin trabajo, por lo que sobran en este mundo inhumano; guerras continuas por intereses económicos, etc...

Este sistema económico construido sobre el mercado lleva en sus propias entrañas su autodestrucción. Como señala Zizek, otro filósofo, en su libro En defensa de la intolerancia, Bill Gates no es un genio, ni bueno ni malo; es tan solo un oportunista que supo aprovechar el momento y, en su caso, el resultado del modelo capitalista fue demoledor. La pregunta pertinente no es cómo Bill Gates consiguió tal fortuna, sino cómo está estructurado el sistema capitalista, qué es lo que no funciona en él para que un individuo pueda alcanzar una fortuna superior al PIB de muchos países. Al respecto parece pertinente reflexionar sobre el origen de la riqueza y la pobreza, tal como aparece en el artículo Los cimientos político-económicos de un sistema sostenible de Gar Alperovitz, profesor de Economía Política de la Universidad de Maryland. Por mucho que los ricos aduzcan que lo son por sus propios méritos, numerosos economistas, incluso con Premios Nobel, lo ven de muy diferente manera. La investigación moderna ha demostrado que una proporción muy grande de las ganancias particulares constituye un superávit inmerecido proveniente en su mayor parte de los avances tecnológicos creados por generaciones anteriores, un incremento de producción que no se corresponde con el aumento del esfuerzo y de los costes aportados por los actores mercantiles actuales, según el historiador de la economía Joel Mokyr. Hay muchos ejemplos en el mercado de subvención colectiva. La investigación y el desarrollo financiado por los gobiernos (responsable entre otras cosas de Internet), así como las compras públicas son partes fundamentales de la riqueza privada. La educación pública es otro ejemplo: según expertos, el 15% del aumento de la productividad en el siglo XX es debido al aumento del nivel de educación en los trabajadores, a medida que se extendió la educación secundaria gratuita y universal. A pesar de la obviedad de la argumentación, en el debate público prevalece el exclusivo merecimiento individual. Mas si admitimos que la riqueza actual generada es en buena parte producto de los avances tecnológicos acumulados a lo largo del tiempo, parece evidente que al conjunto de la sociedad debería llegar un reparto más equitativo de ella.

Retornando a la situación dramática causada por el neoliberalismo, lo primero que debemos hacer es cuestionar que sea lo normal, y una vez conscientes de ello, no podemos quedarnos de brazos cruzados. A tal efecto me parecen muy oportunas las palabras emitidas por Álvaro García Linera: “Todos tenemos un sentido de pertenencia, los pobres, obreros, marginales, mujeres y los indígenas, pero lo que falta es un sentido de destino, ¿hacia dónde vamos?, sin un sentido del destino no hay alternativa viable de poder. La gente, por lo general, no lucha porque es pobre o sufre agresiones, lucha si sabe que existe una opción viable a su sufrimiento, a su pobreza o a su discriminación. Sin una alternativa, la lucha se derrumba; la sola explotación no conduce a la emancipación, la confianza y la esperanza en una alternativa hace del explotado un sujeto en lucha y en búsqueda de una emancipación. Y la primera tarea común que tenemos las izquierdas es salir del neoliberalismo. Tenemos que romper la creencia de que el neoliberalismo es un régimen natural, insuperable, que no tiene límite y que no tiene opción. Se necesita, pues, una pedagogía y un método que nos permita remontar el abatimiento y la desmoralización histórica de la sociedad contemporánea. La victoria material frente al neoliberalismo será posible, si previamente es derrotado intelectual e ideológicamente en los múltiples escenarios del debate público, oficiales, periódicos, la televisión, la universidad, las asambleas diversas”.

A nivel político el pensamiento emancipador contra la hegemonía neoliberal es originario de la periferia del continente latinoamericano, de la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa, la Venezuela de Hugo Chávez, el Brasil de Lula o de Dilma Rousseff, o la Argentina de Cristina Kirchner, donde se pudo vencer materialmente al neoliberalismo porque previamente fue derrotado intelectual e ideológicamente. Con sus inevitables errores cometidos, han sido los únicos gobiernos que han hecho frente a la marea neoliberal. De ahí que sean referentes para una política emancipadora. Lo grave es hoy que estos proyectos latinoamericanos sufren rotundas derrotas en Argentina, Venezuela y probablemente en Brasil con el enjuiciamiento de la Presidenta Dilma Rousseff. No eran gobiernos revolucionarios ni anticapitalistas, ni de implantación de la dictadura del proletariado. Eran gobiernos con programas de reformas económicas y políticas para romper las estrategias más socialmente dañinas del modelo neoliberal. Afortunadamente, no sólo en América Latina, también en Europa, con grandes dificultades están surgiendo luchas desde la izquierda política para superar el modelo neoliberal, como en España, en Portugal, en Grecia, luchas dirigidas contra la austeridad. Obviamente estas fuerzas políticas que discrepan del pensamiento dominante, son sometidas a ataques furibundos desde la academia y los grandes medios de comunicación, sostenidos por los grandes poderes económicos.

Y cuando irrumpen en nuestra sociedad movimientos sociales que además de indignarse, luchan para salir de este túnel tenebroso, la revolución neoliberal trata de erradicarlos y sofocarlos sin reparar en medios, utilizando los métodos represivos. Lo estamos constatando en la España de los populares, que califica a la protesta, de acuerdo con el concepto de “Derecho penal del Enemigo”, acuñado por Gunter Jackobs en los años ochenta. Esta doctrina jurídico-política distingue la existencia de unos sujetos considerados como ciudadanos y susceptibles de protección estatal, y otros tratados como enemigos y por ello deben ser combatidos. De acuerdo con ese Derecho Penal del Enemigo tenemos: la reforma del Código Penal, la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana (Ley Mordaza) y la Ley de Seguridad Privada.

Por todo lo expuesto, se entiende que nuestros gobernantes quieran arrinconar la filosofía ya que, como nos

La filosofía sirve para desenmascarar los trampantojos de los políticos
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