jueves. 28.03.2024

Este martes llamaba una oyente a la radio para quejarse por algunas deficiencias con respecto a la piscina municipal de Arrecife, la caos-pital conejera. Una obra, por cierto, que se inició en tiempos de José María Espino González al frente de la Alcaldía, cuando uno era casi un chinijo feliz e indocumentado (más indocumentado que ahora, quiero decir) que baja al Puerto en pantalón corto. Después de explicar lo que ella entiende que son fallos garrafales por parte de las autoridades locales -si las hubiera o hubiese-, la mujer concluía su intervención afirmando que todo eso se arreglaría si la gente hiciera justo lo contrario de lo que yo suelo mantener en la mencionada tertulia radiofónica: votar. Es una forma de verlo, tan bienintencionada como ingenua y equivocada, aunque la oyente insita en su teoría:

-Sí, Miguel, porque si todos acudiésemos a votar esta gente no saldría elegida.

Falso de toda falsedad. Saldrían elegidos exactamente los mismos y tendríamos la política insular igual de estancada. Lo hemos explicado aquí, largo y tendido, en alguna ocasión anterior, así que tampoco insistiré sobre ello. El autoengaño es libre, cristiana. Los votantes pueden cambiar, ser más o menos en la estadística, pero los políticos seguirán siendo los mismos: los designados por los partidos, que son los que eligen, no los votantes que son apenas convidados de piedra en esta degradadísima democracia virtual.

Resulta casi enternecedor comprobar que todavía, a estas alturas del esperpento y del total descrédito político insular, queden ilusos a los que les ilusiona el voto. Están en su derecho. Y, al contrario de lo que hacen muchos de ellos con quienes hemos decidido responsablemente no prestarnos más a ese juego inútil (útil sólo para los profesionales de la política y sus allegados o adosados), nunca escucharán un insulto por parte de ningún abstencionista hacia un votante. Lo llaman democracia: que no significa votar por inercia sino, esencialmente, respetar la opinión ajena.

No discuto que haya alguna excepción, pero por norma general el abstencionista obvia el insulto o el desprecio que le dirige, mirándole por encima del hombro, el votante crédulo o interesado. Acepta su decisión y su ilusión con verdadero espíritu deportivo (vale decir que democrático), aunque sea el mismo espíritu que él entiende que les falta a los fundamentalistas del voto: los que andan convencidos de ese dogma de fe de que la democracia empieza y termina retratándose ante la urna, como el parroquiano de misa diaria que cree que con acudir a la iglesia ya es mejor cristiano y mejor persona que el vecino que sólo va una vez a la semana, y no digamos el que no va nunca. Es muy humano darle más importancia de la que tiene al simple ritual. Lo llevamos en la sangre, desde que bailábamos en las cavernas alrededor de la urna (del fuego, quise decir). ¿Acaso te molesta ver al niño entretenido con su juguete? Déjalo estar en su cómoda inopia. No perturbes su dormidera. No le quites la chupa la boca, que lo mantiene callado y feliz. ([email protected]).

La chupa del chinijo
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