jueves. 25.04.2024

Hay gente que tiene vida propia y gente que ve “Gran Hermano”. Me parece imposible que quien tiene su propia vida pierda el tiempo pendiente de las vidas de personas ociosas encerradas y vigiladas como animales de circo o de zoológico. Lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible.

Yo dejé de ver la televisión hace unos años. Lo comento a modo de adicta anónima en una reunión de alcohólicos en tratamiento. Mi relación con la caja tonta no era sana: ella ardiendo (tantas horas encendidas es lo que tiene), y yo viendo sin ver. De tanta exposición a su presencia me quitaba tiempo, me hacía desaprovechar el que pasaba a su lado, como una relación de pareja enfermiza y rutinaria. Los de programaciones podían haberme llamado a mí para recordarles el plan semanal: conocía horarios de programas, series y películas, actualidades chorras varias; estaba al día de los últimos cotilleos, noticias banales y campañas publicitarias. Me servía, eso sí, para el día a día: podía expresarme con conocimiento de causa mientras hacía cola en la charcutería, en caso de que saliera un tema de tanta relevancia como el último novio de la Obregón, temas que por supuesto comprobarán son imprescindibles para andar por la vida informada. Me medio salvaba porque la lectura es una de mis pasiones, aunque tengo un amigo que siempre me dice que no se me nota mucho (¿quién necesita enemigos con amigos así?). Quizá por eso comencé a ser consciente de que mi relación amorosa con la televisión no me estaba procurando pros y sí muchos contras. Mis relaciones sociales también se vieron afectadas. Triste es, pero prefería en ocasiones quedarme delante de la pantalla a interactuar con seres humanos a los que apreciaba y aprecio enormemente. Pero, de repente, la cosa cambió. No fue algo premeditado, quizá la mala conciencia o lo entretenido de mis salidas al exterior me hicieron dejar el mando a un lado y preferir las risas que me procuraban mis amigos a las enlatadas que escuchaba en los programas de humor. No reniego de la compañía que me brindó en un momento dado, pero sí de las horas que me distrajo y apartó de otras actividades más sudorosas y sin duda gratificantes.

Entonces empecé a verla como un mueble más, pero no uno al que le sacas real utilidad, sino más bien como ese tresillo del salón de casa de tu abuela que se supone que es para los invitados, que al final siempre terminan en la cocina de cháchara; o la mesa de la entrada donde ya no posas las llaves y te incomoda cuando te das la última ojeada ante el espejo antes de salir a la calle. Volví a ser un culo inquieto y llené mi ordenador de fotos de rutas y caminatas por la isla, con mi cabeza repleta de recuerdos tumbada en Famara y de siestas silenciosas sin banda sonora de series B. No sé quién es el nuevo novio de Ana Obregón; en la peluquería me siento fuera de sitio; no puedo opinar ni hablar con conocimiento de causa como antes. Pero bendita ignorancia la mía. Y se trata de eso, de quitar lo que sobra, o lo que no aporta, que viene a ser lo mismo. Y en este caso, a mí la caja tonta me anulaba la actividad. Ahora me mira mal, se siente abandonada, dolida conmigo, y como si se preguntara cómo pudo ser que me cansara de ella y ya no le preste atención. Lo siento, mi niña, corté contigo y ahora me interesa todo lo demás. Para ser exactos, lo que no tenga que ver contigo. Sigue tú cogiendo polvo en el salón. Te conservo para saber hacia dónde tienen que mirar los muebles.

He cortado contigo
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