jueves. 28.03.2024

Por Antonio Hernández Lobo

Hoy todos hablamos de participación ciudadana, todos conocemos alguna experiencia participativa y todos somos entusiastas promotores de ella. En el ámbito municipal, cada ayuntamiento intenta hace sus pinitos, pero esos intentos se quedan vacíos, los consejos ciudadanos brillan por su ausencia, no hay intentos de formar núcleos de intervención participativa, y muy pocos los hay que con valentía suficiente apuestan por presupuestos participativos.

En Canarias tenemos ejemplos recientes: la creación de foros participativos en San Bartolomé de Tirajana, la constitución de la Asociación Plan Estratégico Ciudad de Telde, la puesta en marcha de Proa2020 dentro del desarrollo estratégico de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y otros ejemplos más en todos los municipios de Canarias que emanan de todo el movimiento, cultural, deportivo, vecinal, etc. en su historia democrática. Es cierto que los mentados tienen distinta naturaleza y estructura, pero les une un mismo leit motiv, la participación libre y voluntaria de los ciudadanos que luchan por un lugar más digno para vivir. Colaborar en mejorar algo que nos preocupa, y que es nuestra realidad social para transformarla. Convertir la participación en un hecho transversal, horizontal a todas las áreas que envuelven a las ciudades.

En cambio, desde la verticalidad, la clase política (gobernantes o aspirantes a serlo) se acerca a la participación ciudadana, en campaña electoral, porque, sobre todo, les proporciona votos. Pero además, los más inteligentes, porque saben que les ayuda a hacer frente a problemas complejos. Con otros términos, cuando la política tiene que hacer frente a asuntos multidimensionales, cambiantes e inestables, se da cuenta de sus propios límites y se ve obligada a incorporar los puntos de vista y las capacidades de la ciudadanía. Pero quizá lo que es más triste son los temores de parte de la clase política a sentir como usurpadas las tareas para las cuales están donde están por la ciudadanía.

Referirse al incremento de la demanda de participación es un argumento conocido y ampliamente compartido. Nadie pone en duda que los ciudadanos actuales están más educados, son más exigentes, reclaman mejores prestaciones y, en definitiva, han dejado de conformarse con el rito de ir a introducir la papeleta en ese objeto transparente de plástico orgánico para decidir quien o quienes serán sus administradores. Esto parece evidente, aunque a menudo la realidad se empeña en desmentirlo. Es innegable que los ciudadanos estamos cambiando, pero no está tan claro que en este cambio se hayan activado nuestras ansias de participación. De hecho, a pesar de la insistencia sobre el tema, cualquiera que haya estado involucrado en alguna experiencia de innovación democrática sabe que lo más complicado es encontrar participantes. Todos nos llenamos la boca con nuestro entusiasmo participativo, pero luego no dedicamos a la participación el esfuerzo y la dedicación que ésta reclama.

Frente al argumento de participantes que buscan espacios de participación, nos encontramos con la segunda explicación: gobernantes que buscan participantes leales para dotar de contenido a sus instrumentos participativos. A primera vista, parecería que estamos entrando en un terreno difícil de entender. ¿Por qué se preocupan los gobernantes por ofrecernos algo que aparentemente tampoco nos interesa tanto? También aquí encontraríamos dos tipos de respuestas. Por un lado, los cínicos justificarían la obsesión participativa de nuestros gobernantes como una forma de recuperar legitimidad y de ganar votos en un tema que quizá no se sepa muy bien para qué sirve, pero que indudablemente está de moda. Por otro lado, y este es el argumento que me gustaría subrayar, hay quién defendería que en la obsesión participativa de nuestros políticos no únicamente existe el cálculo sino también aquella intuición de los que orientan sus acciones hacia el futuro. Nuestros gobernantes intuirían que la participación es un componente necesario para el desarrollo de sus actividades de gobierno. Y también hemos de señalar que tenemos gobernantes hábiles e inteligentes para este ejercicio.

Gobernantes y oposición, por una parte, y gobernados, por otra, o dicho de otra forma, políticos y ciudadanos, deberíamos entender que la participación sirve para esto, para vivir mejor. Si no nos damos cuenta o, aun peor, si finalmente convertimos la participación en un fin en sí misma, entonces quizá continúen proliferando instrumentos de innovación democrática, aunque muy probablemente vacíos de contenidos.

Por tanto, señores políticos, gobernantes y oposición, la participación no es una amenaza a su labor. Sólo desde la inteligencia, deberían “aprovecharse” de ese potencial que suponen los ciudadanos inquietos que les invitan a no conformarse por gestionar la participación desde los burocratizados, fríos y solitarios despachos de las concejalías de turno, o desde micrófonos donde existen voceros que sólo fomentan el odio y la destrucción a cualquier iniciativa cívica. Por suerte todavía existen medios de comunicación que si que fomentan esa participación constructiva de la cual la ciudadanía se siente orgullosa y acompañada en esta labor. Tanto unos como otros, tanto los gobiernos preocupados y empeñados en la lealtad ciudadana como algún grupo opositor desde la destrucción y la ineficacia, están alejándose cada vez más de la realidad que realmente preocupa a la ciudadanía. ¡Estos son los achaques de la democracia! No es cuestión de lealtad o deslealtad política, tampoco es cuestión de aprovecharnos de micrófonos histriónicos e insultantes. La ciudadanía busca la tolerancia y la discrepancia democrática en el mejor de los casos.

Gobiernos y oposición, ¿temen a la participación ciudadana?
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