jueves. 28.03.2024

Víctor Corcoba Herrero

Me desborda una sensación de tristeza cuando me acerco a los medios de comunicación y tomo el pulso de la vida. Quizás sea consecuente lo del pesimista, considerarle un optimista bien informado. Ese mismo sentimiento de congoja también lo percibo cuando paseo por las calles, abro los ojos y veo rostros llenos de arrugas crecidas por el sufrimiento. En verdad, siento miedo que el mundo enferme de raíz, o sea, por el espíritu. Ya me dirán entonces, con qué tronco caminamos. Las enfermedades interiores son las peores, tienen complicada curación. Negar la vida a los que vida tienen, es una estúpida y cruel salvajada. Las cadenas del odio aprovechan cualquier ocasión para encarcelar corazones. Pienso que debemos romperlas sin revancha alguna, no con el ojo por ojo que acabaríamos, como dijo Gandhi, ciegos; sino con mucho tacto y mejor tino, es decir, con mucho amor y más paciencia. Sólo hay que ver el mar como persiste y penetra en las duras rocas, hasta volverlas islotes por donde los enamorados recitan sus pasiones.

Lo cierto es que ha disminuido el auténtico amor, el que se dona, y, a veces, me da la sensación que hemos tomado el recurso de la locura. El fenómeno de la violencia doméstica, una espiral que no cesa, tiene ya cifras que nos dejan sin aliento. Un total de ciento setenta y cinco mil ciudadanos españoles, o residentes en España, están empadronados como maltratadores. Son datos facilitados por el Registro Central para la Protección de las Víctimas de la Violencia Doméstica, que comenzó a funcionar hace dos años y medio. Visto lo visto, creo que la tarea que han de comenzar los devotos de la no violencia, los cofrades de la hermandad del amor, aunque difícil sea el camino, (ninguna dificultad puede abatir a los humanos cuando se tiene la convicción de las ideas claras y la amorosa fe que reviste a los poetas con su mirada de niño y su clarividente visión), sería sacar en procesión una vida vivida para los demás, rendirle todos los honores, y dejar que se encienda la pasión con la penitencia de la envidia.

Las influencias del ambiente son de auténtica desolación. Ahí está la naturaleza que continuamente nos llama al orden y a la poesía. Se han perdido también todas las estéticas. Vivimos en un desorden endémico. La concentración de partículas, en el aire que respiramos, llega a unos límites que nos sacan del tiesto de la vida. La situación se agrava en el colmenar de las zonas urbanas, donde para moverse hay que echar humo. El Ministerio de Medio Ambiente podrá impulsar movilidades urbanas sostenibles, como puede ser el día sin coches; pero si los servicios públicos, aparte de ser caros tampoco funcionan, no tiene sentido malgastar dinero público en una campaña predestinada a quedarse en una pura fantasía literaria. Cuando una casa se empieza por el tejado, todo se derrumba. Aquí pasa lo mismo, está bien que conciencien, pero antes ofrezcan alternativas mejores que nos hagan decir sí al transporte público. Además, la naturaleza hay que cuidarla a diario y no ser obreros de mal gusto. Que unas veces se justifica a los contaminadores y otras veces nosotros mismos sembramos contaminantes.

También se van perdiendo los vínculos, aquellos que la naturaleza ha hecho vitales, lo de hacer familia en familia. Con el teléfono móvil pensamos que tenemos el ángel protector en la casa para que nuestro hijo se sienta acompañado, creemos que es la niñera perfecta, que todo lo controla como si fuese un dios que todo lo ve. Ellos, sin embargo, cuando luego en los colegios se les pregunta cómo se sienten en sus hogares confiesan que están más solos que la una. Sigo pensando, que nos falta calor de hogar y que nos sobra vida laboral. Eso suele pasar por vivir a todo tren, quiero decir por hipotecarnos y hacerle juego al consumo. Además, tampoco se habilitan presupuestos de administración alguna, para que las familias puedan respirar tranquilas y hacer el corazón sin pensar en un trabajo extra para llegar a final de mes, sin tener que sumar otro crédito más en su currículum desesperante.

Tenemos una juventud, cada día mayor, que crece sin referentes de familia. En sus vidas, no han conocido el amor de padres unidos hacia un hijo común. Resulta que se hacen mayores sin aprender a discernir lo bueno de lo malo. Han vivido un enfermizo caos, terreno propicio para el refugio en drogas y alcohol. Para colmo de males, en esta sociedad deshumanizada, difícilmente estos jóvenes van a encontrar consuelo y apoyo. Estamos inmersos en un abandono total y en una pérdida de responsabilidades. El que miles de chavales hagan lo que les venga en gana, con absoluta dejación y relajación multipliquen las concentraciones y respondan con más botellones a la ley que prohíbe beber en la calle, es para preocuparse y ocuparse de que los valores sociales son verdaderamente el gran patrimonio que debemos cosechar y que la siembra educativa ha de ser el gran objetivo a conseguir. Tenemos abundancia de falsos maestros en el mercado de abastos, cultivando la incoherencia de las palabras a los hechos, pregonando unas veces satisfacciones efímeras, otras dudas y miedos, y entre medias echando bocanadas de aplastante poder que mancha cualquier formación ética recibida como referencia para orientarse.

Son muchos los fundamentos por los que me asedia el pesimismo al ver frecuentes decepciones y derrotas, pero siempre nos queda el anhelo de recibir esa última carta de esperanza que nos hable de humanidad. Me parece que no hay mayor independencia que dejar las armas y convencer con el alma, ni mayor libertad que aquella con la que se abrazan los pueblos. Considero también que no hay menor justicia que dejar sueltos a tipos corruptos gobernar una civilización, ni menor solidaridad permitiendo que la mentira reine. Dicho lo dicho, tampoco piense el avispado lector en la auto- rendición del que suscribe, a pesar de tantas realidades negativas que nos circundan, mientras no me abandone la palabra o el olvido de los optimistas me deje sin oxígeno, tirado en la cuneta y retirado de sueños.

Fundamentos por los que me invade el pesimismo
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