miércoles. 24.04.2024

Por Miguel Ángel de León

El nuevo Estatuto canario es calcadito, punto por punto y coma por coma (mal colocadas en muchos casos, a fe mía) del dichoso Estatut de los c. (catalanes, se sobrentiende). Después de Canarias, Cataluña es la región española que mejor conozco. Y sus cuatro provincias. Y Barcelona, principalmente. Y el Barça, futbolísticamente. Hace apenas unos días que llegué de la enésima visita a la Ciudad Condal. Puedo hablar, pues, con un relativo conocimiento de causa sobre esa penúltima polémica inútil en torno al dichoso o estulto y estólido Estatuto. Y puedo decir que no veo ni leo (y leo más de lo que me recomienda el médico) ni una palabra convincente por parte de sus defensores, lo cual no obsta para que los contrarios al mismo no se prodiguen a su vez en exageraciones mil.

Hagamos un pizquito de memoria, no más. A finales de 1997 se aprobaba oficialmente la denominada nueva ley del catalán, que salió adelante a pesar de la oposición del PP y, por razones distintas y distantes, de la Izquierda/Ezquerra Republicana de pobres personajillos como el Carod Rovira. Por aquel entonces se volvió a montar tamaña carajera a cuenta de ese cuento, cuando llegaron los tirios y los troyanos de la política e inventaron un problema allí donde no lo había. La frase ya es un lugar común: el científico busca siempre una solución para cada problema, mientras que el político encuentra siempre un problema para cada solución. Estábamos una vez más ante otro falso debate que les debemos a esos actores, como hacen por aquí abajo los adalides necionalistas del "culo veo, culo quiero", algunos de los cuales, en pleno delirio etnomaníaco, andan por ahí haciendo el ridículo hablando un idioma guanche que nunca existió como tal, ni estructurado ni homogéneo en todo el Archipiélago, pues cada isla era un mundo aparte y difícilmente podía darse una patria canaria, strictu sensu, histéricos delirios antihistóricos aparte.

De último, acaso imitando al que gritaba en el desierto, luchadores contra la dictadura franquista como el actor Albert Boadella o el columnista Arcadi Espada se han sumado a la denuncia contra la dictadura nacionalista y el discurso políticamente correcto (o sea, ombliguista), ante la pretensión uniformadora de ese nacionalismo que Einstein llamó enfermedad infantil y peste de la Humanidad.

El aburrimiento debe ser el sino de las pomposa y graciosamente denominadas nacionalidades históricas, que es otro ejemplo curioso del abuso del lenguaje porque tamaño disparate sólo se entendería si las demás estuvieran fueran de la historia. Ahora son los parlamentarios catalanes quienes se han vuelto ordenancistas hasta la extenuación, y terminarán convirtiendo una lengua milenaria, otra hija del viejo latín que se defiende por sí sola y se entiende con las demás con naturalidad, en una jerga de funcionarios y funciones subvencionadas, de uso reglado hasta el ridículo.

Ningún pueblo tiene lengua propia. Ninguna lengua pertenece a la esencia de un pueblo porque tal engendro -la esencia- no existe. Ninguna lengua determina la identidad porque no hay identidad que no sea permanentemente cambiante. Ninguna lengua determina la visión del mundo ni hace distinto a quien la usa. Tienen lengua propia y, paradójicamente, necesitan leyes para que se use. Y subvenciones para que se escriba. Y sanciones indirectas para que se obedezca.

Lo decía tiempito atrás en “Interviú”, una revista que se edita precisamente en Barcelona, Joaquín Sabina: “Carod Rovira no es de izquierdas ni republicano, sino simplemente nacionalista, que es un pecado que no debería cometer nadie de izquierdas”. Amén. ([email protected]).

Estulto Estatuto
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