sábado. 20.04.2024

Por Cándido Marquesán Millán

Al día siguiente de la caída del Muro de Berlín, The International Herald Tribune publicaba una viñeta soberbia: en ella dos banqueros provistos de gruesos abrigos increpaban a un mendigo tirado en la nieve mientras exclamaban: "Hemos ganado". Constituye una original síntesis del malentendido imperante en estos años. En efecto, a partir de 1989 el capitalismo se presentaba ante el mundo como el flamante vencedor y junto con los Derechos Humanos y en ausencia de adversarios creíbles, iba a extender sus virtudes benéficas por toda la Tierra, transportando al planeta a la panacea de la civilización y del progreso. La celebración de tal hazaña sumió a Europa y América del Norte en una peligrosa modorra, de la que muy pronto hubo que salir.

No hubo otra opción. La realidad desagradable asoma y estamos comprobando hoy como consecuencia de la globalización: la nueva preponderancia de los mercados financieros, las nuevas tecnologías, el paso de un capitalismo patrimonial donde los accionistas imponen la norma en detrimento de los trabajadores, la deslocalización industrial, la llegada al mundo occidental de un contingente de población emigrante, y el incremento de la flexibilidad laboral. Los trabajos ya no son para toda la vida; se alternan épocas de trabajo con épocas de desempleo. Se generan numerosas situaciones de exclusión social.

Esta nueva situación ha servido para que reflexionen de una manera concienzuda todo un conjunto de sociólogos, como Sennett, Bauman; filósofos, como Bruckner o historiadores, como Joseph Fontana.

Bauman habla hoy de sociedad líquida, la sociedad contemporánea es aquella en la que nada permanece; todo es precario, vacilante e incierto; lo único que no puede desvanecerse sin más son las personas. Y ¿qué hacer cuando cada vez más gente resulta superflua? Ni produce, ni consume, ni tiene un lugar. Forasteros, inmigrantes, pobres, refugiados, ilegales, van planteando problemas que se intentan solucionar a través de barreras, cárceles, guetos, barrios marginales, fronteras o la simple ignorancia de su existencia. Pero las vidas de los que sobran resultan una bofetada en nuestro mundo, un grito que nos recuerda que demasiadas cosas no funcionan.

Sennett habla de la corrosión del carácter o sociedad del desperdicio. Frente a la "Jaula de oro" que hablaba Max Weber, en la que estaba todo trabajador, y todo estaba rígido, disciplinado y todo perfectamente ordenado. Antes un obrero iniciaba el trabajo en la empresa y lo normal era que allí se jubilase. Hoy las cosas han cambiado de cuajo. En el nuevo capitalismo la concepción del trabajo se ha modificado radicalmente. En lugar de una rutina estable, de una carrera predecible, de la adhesión a una empresa a la que se era leal y que ofrecía un puesto de trabajo estable por vida, los trabajadores se enfrentan ahora a un mercado laboral flexible, a empresas estructuralmente dinámicas con ajustes periódicos de plantillas. Todo supone inestabilidad en el trabajo. Esto significa que todo un conjunto de valores desaparecen, ya que no podemos mantener lealtad alguna a empresa alguna. Esto genera "corrosión de carácter" y además muchos quedan en el camino, de ahí sociedad del desperdicio.

Pascal Bruckner nos dice que nunca hasta ahora se habían producido tantas diferencias. Como si todas las grandes conquistas de después de la II Guerra Mundial comenzasen a venirse abajo y hubiera que comenzar de nuevo. Hoy parece el regreso de un capitalismo duro, implacable, despiadado, hostil con los débiles, generador de empleos de baja cualificación. Todos los indicios nos avisan un sistema brutal, en el que no se vislumbra la perspectiva de un futuro mejor.

El egregio historiador, Joseph Fontana nos dice que debemos enfrentarnos a la evidencia de que el programa modernizador, iniciado hace 250 años, en el Siglo de las Luces, está próximo a su fin, no sólo en lo que se refiere a promesas económicas, sino también como proyecto de civilización, ya que en este final de siglo de sombras, estamos contemplando más muertes por guerra, persecución y genocidio que en ninguna época anterior de la historia. Cabe pensar en Sbrenica, Rwanda, Darfour, o Irak, en cuya capital acaban de morir 200 personas en una cadena de atentados. Además no se vislumbra otra alternativa. Desde 1789 hasta la caída del comunismo en 1989, las clases poderosas europeas han convivido con jacobinos, carbonarios, anarquistas, bolcheviques... que se mostraban capaces de destruir el orden social. Este miedo les llevó a hacer concesiones que hoy, cuando ya no hay ninguna amenaza en el horizonte que les desvele- todo lo que puede ocurrir son pequeñas escaramuzas, que pueden ser controladas sin especiales dificultades.

Como ha señalado recientemente Thea Bengl, coordinadora regional del Programa Mundial para la Alimentación, las familias pobres de esta sociedad opulenta, al igual que las del Tercer Mundo, están compuestas por personas que no encajan en ninguna parte. Unas y otras son pobres; no sólo porque no tienen poder, ni voz, ni perspectivas de futuro, sino porque no tienen capacidad de participación, puesto que su opinión no cuenta demasiado.

Todos estos juicios, no dejan de ser tristes y desalentadores. Y viniendo de quien vienen, es para hacernos a todos pensar un poco. Estamos obligados a conseguir un mundo mejor.

Este mundo tiene que cambiar
Comentarios