jueves. 28.03.2024

Por Juan Jesús Bermúdez

La publicación Foreign Policy y otros organismos han apodado como “Estados fallidos” a aquéllos territorios donde el imperio de la ley, ejercido a través de los poderes públicos, con sus estructuras básicas de ejército, tribunales, órganos directivos, recaudación pública, etc. ha pasado, en diferentes grados, a la administración por parte de facciones, mafias, redes de influencia y corrupción, etc. No es, desde luego, que en los “Estados no fallidos” estén ausentes esas lacras, ni que los Gobiernos puedan ser absueltos de prácticas de concentración de poder, arbitrariedad, etc., sino que en aquéllos lugares ha habido una sustitución creciente del poder más estratificado por este otro.

El “poder” en los Estados fallidos suele estar mucho más disgregado, alcanzando un aire a medio camino entre el neofeudalismo, el pillaje y la anarquía. Son lugares con fronteras difusas, y violencia explícita, donde las reglas publicadas dan paso a la recompensa y pacto puntual con los detentores de la fuerza; también en esos lugares surgen alianzas entre el poder militar del Estado y la emergente capacidad de dirigir por parte de los señores de la guerra, o grupúsculos de diferente entidad, identificación religiosa, étnica, etc. No tienen porqué ser éstos grandes y poderosos hombres, sino más bien cabecillas de bandas que acogen a los que tienen poco que perder, y que ven en el ejercicio de la coacción una manera de asegurar su estatus en un lugar en descomposición, imponiéndose a su compatriota, a las fuerzas de un Estado propio ya corrupto, o a intereses de países o mafias de zonas ricas, del exterior, que aprovechan la debilidad existente en la zona para hacer su agosto, básicamente extrayendo recursos naturales a bajísimo precio (pesca, cultivos diversos, minerales, recursos energéticos, etc.) que acaban, transformados, en nuestras grandes superficies.

Cuando se deshace un Estado, la violencia pasa de ser ejercida como monopolio por parte de éste, a extenderse, siendo compartida por lugares apetecidos para las grandes redes de tráfico de armas, a su vez clientes de las fábricas de éstas, especialmente del Norte. Se multiplican los fielatos, se rompe la socorrida “unidad de mercado”, y se requiere la intervención exterior, si es que los que intervienen tienen algún interés en garantizar inversiones o proteger intereses económicos, rutas comerciales, etc.

África subsahariana está hoy convirtiéndose en lugar de amplio desarrollo de esta forma de ejercicio del poder, pero los diarios nos traen cotidianamente indicios de que esa nómina se está ampliando, con la extensión de prácticas, durante momentos cada vez más frecuentes, y en territorios tan amplios como algunos países euroasiáticos, crecientes zonas de Centroamérica, las cenizas de Irak, y algunos enclaves del continente asiático.

Diversos eventos están acelerando esta situación de desacople de una parte significativa del Mundo de las redes del comercio mundial, frustrando su integración en lo que denominamos desarrollo. Aunque buena parte de esos países mantienen vínculos de exportación de materias primas que se transforman y consumen por parte de los países ricos - nosotros -, se está empequeñeciendo el radio de acción de la todopoderosa globalización, precisamente cuando más se habían puesto esperanzas en que ella nos traería prosperidad generalizada.

En fin, los Estados fallidos son muestra, no solo de despotismo local, sino de una tendencia acelerada, paralela precisamente al fenómeno de la globalización, y que no ha sido otra que la consolidación de la concentración de la riqueza en estrechos círculos concéntricos que necesitan fortificarse cada vez más, para evitar que los parias de la Tierra acechen sus despensas, lo que exigiría una reflexión urgente sobre algunos axiomas en torno a la distribución general de los recursos en el Mundo, y su situación actual como germen de inevitables conflictos.

Estados fallidos
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