viernes. 29.03.2024

Uno de los políticos más destacados en la Historia de España, fue Manuel Azaña. Como también un extraordinario parlamentario. Según Salvador de Madariaga: “Azaña ha sido el orador parlamentario más insigne que ha conocido España.” Sus discursos tienen profundo calado político, así como belleza y trabazón formal. Destacan los pronunciados en las Cortes: el 13 de diciembre de 1931 sobre Política religiosa; el 2 de diciembre de 1931 sobre Política Militar; el 27 de mayo de 1932 sobre El Estatuto de Cataluña; y el 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona, titulado Paz, Piedad y Perdón. También me siento obligado a mencionar otro, no tan conocido, pronunciado el 21 de abril de 1934 en la Sociedad del Sitio de Bilbao, titulado Un Quijote sin celada, en el que brinda unas hondas reflexiones de su conciencia como hombre político, sin preocuparle el orden, tal como le vienen a la mente. Es toda una lección de lo que es la Política con mayúsculas. Los políticos actuales deberían leerlo y reflexionarlo. Para Azaña, los móviles que llevan a los hombres a la política pueden ser: el deseo de medrar, el instinto adquisitivo, el gusto de lucirse, el afán de mando, la necesidad de vivir como se pueda y hasta un cierto donjuanismo. Mas, estos móviles no son los auténticos de la verdadera emoción política. Los auténticos, los de verdad son la percepción de la continuidad histórica, de la duración, es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda, observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas. De la composición y combinación de los tres elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política. Con ella el ánimo del político se enardece como el ánimo de un artista al contemplar una concepción bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo. Igual que lo hacen los Rajoy, Montoro, Cospedal, González Pons o Cañete.

Mas quiero detenerme ahora en el del 13 de octubre de 1931 en las Cortes españolas. Fue sobre la cuestión religiosa, y su contenido la derecha de entonces lo retorció con fines partidistas -la actual lo sigue haciendo-, y lo redujo a la frase: España ha dejado de ser católica. De entrada, no era revolucionario, ya que venía a reflejar una realidad que en no pocas ocasiones las autoridades eclesiásticas, como Vidal i Barraquer, la habían manifestado ya. Por ello, no fue una originalidad de Azaña. Fue, por el contrario, una mera constatación, y dijo lo que quería decir y lo que todo el mundo sabía, incluso los obispos: que la Iglesia no informaba ya la cultura española y que vivía de espaldas a la clase obrera. Lo novedoso, por lo que la Iglesia pasó a considerar a Azaña como el demonio, es que a partir de tal premisa pretendiera ordenar el Estado, imposibilitando a la Iglesia el puesto que en él, y en la sociedad, siempre había ocupado. Este es un breve fragmento del discurso: “Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya (…) España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes”

Si en 1931 la susodicha y denostada frase, era cierta y contundente; hoy lo es más todavía. Nunca, como ahora en España, asistimos a una huída tan masiva, silenciosa y creciente de católicos que abandonan la Iglesia; nunca los templos estuvieron tan vacíos, nunca los jóvenes se desentendieron tanto de todo lo relacionado con el clero y sus directrices, nunca los seminarios y noviciados estuvieron tan solitarios… y por ello se lamentan compungidos los obispos españoles. Según los datos oficiales, en 1996 sólo dos de cada diez bodas que se celebraron en Aragón fueron civiles. En 2002 ese porcentaje ya se había elevado hasta rozar el 26 por ciento. Y en 2010 habían alcanzado ya el 52,1 por ciento. En el conjunto de España, la diferencia todavía es mayor. En estos momentos, a mitad de junio de 2013, a nivel nacional seis de cada diez bodas son exclusivamente por lo civil. Además de que muchos deciden vivir en pareja sin casarse, ni por lo civil ni por lo religioso.

Todo lo expuesto lo podemos constatar, tal como lo reflejan estudios serios de la Fundación Santa María, el Injuve o el CIS. Razones de esta situación hay muchas. La creciente irreligiosidad en las sociedades avanzadas, según el teólogo José M. Castillo, suele explicarse por la cultura propia de la modernidad o postmodernidad. Por otra parte, ante los cambios vertiginosos producidos en nuestra sociedad, más plural, laica, dinámica, abierta y democrática que nunca, la jerarquía católica española se ve desbordada, no sabe encontrar una adecuada respuesta. Se está quedando descolocada. El aggiornamiento que se vislumbró en el Concilio Vaticano II ya no existe. Ante problemas humanos como: la homosexualidad, el divorcio, el uso de los preservativos, el sacerdocio femenino, el celibato sacerdotal, la experimentación con las células madre de embriones humanos, la adaptación a un sistema democrático… la jerarquía católica española no ha sabido o querido encontrar unas respuestas adecuadas. Allá ella. Y en numerosas ocasiones la jerarquía católica se decanta hacia determinadas opciones políticas, como señalan Redes Cristianas, como lo hizo el cardenal Rouco, durante la homilía en los funerales de Adolfo Suárez, con unas palabras de una extrema gravedad y perversidad inmensa: ”[ Hablando de Suárez]… quería superar para siempre la guerra Civil: los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar”. La evidente identificación que hace de las causas de la Guerra Civil con la voluntad de Cataluña de recuperar su soberanía para decidir su futuro, no hace más que situar el foco del origen de la misma en esta cuestión y por tanto situarnos, a los catalanes, en el bando de los perversos y moralmente desviados, bien al contrario de los españoles que, según sus tesis, encarnan la bondad de la unidad y la solidaridad.

Alguno puede que se sorprenda con mi pregunta de que España sigue siendo católica, precisamente en estos días de Semana Santa, donde todos hemos podido comprobar y muchos aguantar esas inmensas manifestaciones religiosas, con pomposas y barrocas procesiones presididas conjuntamente por las autoridades eclesiásticas y civiles, y que han inundado y ocupado el espacio público de nuestros pueblos y ciudades con tambores y bombos, con penitentes vestidos con túnicas y capirotes, con cofradías de Las Siete Palabras o de Las Esclavas de María, con diferentes y suntuosas peanas porteadas por costaleros, de La Oración en el Huerto, El Nazareno, San Juan, la Virgen de los Dolores, El Descendimiento de la Cruz y La Santa Cama escoltada por el cuerpo de la Benemérita o por soldados romanos. Cuando retornábamos a nuestra casa todos hemos podido disfrutar también con todo ese elenco variado de películas emitidas, tanto en las televisiones públicas y privadas, con motivos religiosos: Ben-Hur, Quo Vadis, Los Diez Mandamientos…, así como con las retransmisiones del Santo Entierro, El Drama de la Cruz, El Vía Crucis El Vía Crucis desde Roma, etc. Todas estas manifestaciones religiosas, respetando a aquellas personas que en ellas sientan un profundo y auténtico sentimiento religioso, las podríamos encuadrar en un tipo de “religiosidad popular”, ya que, como conocemos, en romerías, peregrinaciones, fiestas patronales y desfiles procesionales la gente se lo pasa bien y, además, se tranquiliza algo la conciencia, algo que tampoco viene mal. Mucho de estos gastos en estos actos religiosos se podrían dedicar a socorrer a personas necesitadas, algo que sería mucho más evangélico. Por si todavía no fuera bastante hemos asistido estos días a algunos acontecimientos, que no sé cómo calificarlos. Desde caballeros legionarios en Málaga meciendo al Cristo de la Buena Muerte, mientras resonaba el canto de “El novio de la muerte”, a la concesión con carácter honorífico de la medalla de oro al mérito policial, máxima distinción de la Policía, a Nuestra Señora María Santísima del Amor. Y eso que estamos en un Estado aconfesional. Y además como señala José M. Castillo, España es una sociedad constitucionalmente laica, así lo reconoce nuestra Constitución, porque así lo hemos querido, libre y mayoritariamente, los ciudadanos españoles; entendiendo que el Estado debe ser independiente de toda influencia religiosa o eclesiástica.

Después de tantos años, y en una teórico sistema democrático, todavía parece que siguen ciertas las palabras emitidas por Azaña en sus Memorias políticas y de guerra: “Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no da más de sí”. La huella de la Iglesia católica es indeleble, ya nos lo advirtió Masson de Morvilliers en su Enciclopedia: ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar?

¿España sigue siendo católica?
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