jueves. 28.03.2024

Por J. Lavín Alonso

En cierta ocasión confesó el mítico y discutible, pero nunca desdeñable, Borges que la mayor parte de su erudición la debía al hecho de poseer una vieja edición de la “Encyclopaedia Britannica”, a la cual acudía con frecuencia en busca de datos, información o incluso inspiración. No me causa extrañeza que esto haya sido así, pues yo mismo poseo una edición de la misma de 1980, en treinta volúmenes, y he podido apreciar en diversos acercamientos a ella la profundidad y profusión del saber que encierran sus páginas.

Pero otras muchas son las fuentes de las que se dispone hoy día para la toma de datos y consulta, a las que, sospecho, tampoco fue ajeno don Jorge Luis: los Libros Sagrados, la Historia antigua, los clásicos griegos y latinos o las diversas Mitologías, En especial la griega, por su casi mágica diversidad y profusión de historias entremezcladas de dioses y mortales. Del estudio comparativo de las fuentes mencionadas, lo descrito en ellas y lo que actualmente estamos viviendo, se puede llegar fácilmente a la conclusión de que no hay nada nuevo bajo el sol.

Desde el Paleolítico a la Era Espacial; desde el uso del hacha de sílex hasta el AK-47; desde la humilde canoa hasta el moderno submarino atómico o desde cubrirse con pieles, toscamente curtidas, hasta los actuales atuendos de marca o el inevitable y algo zafio “vaquero” - que algunos no se lo quitan ni para dormir, intuyo - el ser humano y la sera humana - si hemos de atender a las modernas tendencias paritarias en cuestiones de sintaxis, tan políticamente correctas como mostrencas, que ignoran que existe el género epiceno - sigue siendo básicamente el mismo, la misma. En nada difieren esencialmente las intrigas que condujeron al asesinato de Julio César o al de los diversos reyes godos de la época del Terror revolucionario robespierriano o de las cruentas guerras del siglo XX y sus todavía padecidas secuelas, salvo en que la capacidad de matar ha progresado geométricamente.

De la mitología griega podemos tomar, por ejemplo, el Mito de Casandra, hija de Príamo y Hécuba que, a cambio de ciertos favores prometidos, su enamorado Apolo le concedió el don de la profecía. A la hora de la verdad, la damisela se echo atrás y Apolo, frustrado, le retiró la capacidad de persuasión, por lo que, aunque dijera la verdad nadie le creería. Imagínense cuantos políticos de ahora sufren el síndrome de Casandra y por qué será; sin embargo el número de crédulos va “in crescendo”. Si ello unimos el muy extendido tartufismo, el panorama que queda resulta bastante desolador.

Decía George Orwell que buena parte de los dichos o escritos propagandistas son simple falsificación. Los hechos materiales son suprimidos o tergiversados, cambiadas y alteradas las citas, cuando no sacadas de contexto y manipuladas para cambiar su intencionalidad o significado. Así vemos como entre Casandra y Tartufo, el espectro político y sus adjuntos, salvo raras y honrosas excepciones, está de mírame y no me toques. ¿Escepticismo? Puede ser, pero también buenas dosis de profilaxis mental, que buena falta nos hace, ya que la credulidad y la ingenuidad no suelen ser buenas armas con las que adentrarse el desolado páramo que se abre ante nosotros. Y disculpen el exceso de optimismo.

El mito de Casandra
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