viernes. 29.03.2024

La Ilustración surgida en Europa introdujo la creencia de la idea de progreso, entendido como el continuo mejoramiento de las condiciones de vida en el futuro a nivel político, social y económico, al liberar la razón del yugo de la tradición y de la autoridad. Negándose a dejarse dictar su comportamiento por una ley exterior, salió de la esclavitud mental anterior que sometía a los hombres al pasado, a la comunidad o a una figura trascendente (Dios, Iglesia, Monarquía). Kant definió la Ilustración como la salida del hombre “fuera del estado de minoría de edad en el cual se mantenía por su culpa” y la conquista por cada uno de su propia autonomía, es decir, del coraje de pensar por sí mismo sin estar dirigido por otro. A partir de este momento, la cultura europea, en torno al discurso de los derechos humanos y del uso de la razón como instrumento para organizar las sociedades humanas, fue el referente para el resto de las culturas del mundo.

En este nuevo mundo globalizado y del discurso posmoderno, todos esos valores de la Ilustración, representados en la democracia, los derechos humanos, el constitucionalismo, el Estado de bienestar, Europa no ha sabido defenderlos, creyendo ingenuamente que por su esencia positiva eran incuestionables, y por ello se ha producido un duro golpe a nuestra creencia en la idea de un progreso permanente. No obstante, la concepción del progreso reflejada hasta ahora es cuestionable y parcial, ya que supone la invisibilización de las víctimas. Así nos lo advirtió Walter Benjamin en sus tesis Sobre la Filosofía de la Historia, en la IX titulada El ángel de la Historia: lo que para él son cadáveres y escombros es para nosotros progreso. Para los oprimidos y explotados el estado de excepción es una situación permanente. Eso que llamamos progreso se ha hecho sobre las espaldas de una parte de la humanidad. Y si no hay derecho para unos, aunque fueran pocos, que no lo son, la justicia de todo el derecho queda en suspenso. Lo incuestionable es que el derecho se suspende a voluntad de los poderosos, las guerras producen muertos y la riqueza, miseria.

Sin saber cómo ha sido, de repente nos hemos apercibido que el futuro no solo no se ve mejor, sino que es la imagen de toda clase de malos augurios. El pasado está mejor iluminado que el futuro: lo vemos más claramente. El futuro se ha derrumbado sobre el propio presente. No sabemos qué mundo van a heredar nuestros hijos, pero ya no podemos seguir engañándonos con la suposición de que se parecerá al nuestro. Por ello, nuestra tarea del presente se ha convertido en tratar de que no llegue ese futuro que vislumbramos: un futuro en el que Europa ya no es un modelo a imitar, que está perdiendo competitividad; en declive demográfico compensado por la llegada de emigrantes, lo que no impide la xenofobia mostrada con incendios de los albergues de refugiados; el cuestionamiento de Schengen y los ultranacionalismos muestran la fragilidad del proyecto de la UE; un futuro en el que nuestros hijos y nietos no tendrán, como nosotros hasta hace poco, garantizados ni un puesto de trabajo, ni una digna pensión ni unas adecuadas prestaciones del Estado de bienestar. La tarea del presente no es pensar en un futuro mejor, sino en mantenernos como estamos.

Hace unas décadas todas las manifestaciones en las calles y las huelgas de la clase trabajadora-hoy sentimos vergüenza de tal denominación, al hacernos creer que éramos clase media- en Europa estaban orientadas para conquistar algo; ahora, las mismas acciones son para evitar que no nos arrebaten las conquistas alcanzadas, y, que ingenuos llegamos a pensar que iban a ser sempiternas. Como señala Fernando Vallespín, una imagen muy explícita que representa el presente actual es la de una alumna de un liceo francés en una manifestación en tiempos de Sarkozy portando la siguiente pancarta “Queremos vivir como nuestros padres”. Este es el fracaso de Europa, al no tener garantizado el progreso de las generaciones futuras. Por tanto, hoy Europa no somos el modelo a imitar, somos una más de tantas culturas. Es más, tendemos a imitar la cultura norteamericana, proceso que se intensificará con la firma del Tratado de Libre Comercio USA y UE. Debemos saber hacia dónde vamos. Según el sociólogo Robert Putnam, se ha producido un auténtico declive del capital social en los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo a partir de los años setenta, lo que significa un empobrecimiento generalizado de las relaciones sociales, asociado a problemas claros de cohesión cívica y de individualización de la vida cotidiana. Todo ello lleva a la soledad y aislamiento como manifiesta en su obra Solo en la bolera; descripción de esa sociedad civil americana cada vez más fragmentada, individualizada, solitaria e insolidaria, a la vez, que menos interesada por las instituciones de gobierno, el sistema político o la acción colectiva, al quedar encerrada en su propia privacidad. Lo que es gravísimo, ya que según Francesc Serés, “Las reuniones de comunidad de vecinos son terribles pero es mucho peor que no las haya. He visitado países que dan fe de ello. Ves fachadas precarias y zonas comunes que mejoran con la hierba crecida. Las puertas blindadas marcan un privado y un público distinguibles frente a escaleras sin luz y ataúdes que son ascensores”.

El futuro de nuestros hijos
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