jueves. 18.04.2024

Por José Luis Asencio García

He tomado el título de esta pequeña reflexión de aquella obra de Moliere, El Enfermo Imaginario, con la que creo que guarda algunas semejanzas. Por otro lado, para intentar llegar a alguna conclusión de la que servirnos podríamos partir de algunos lugares comunes que, en principio, se suelen dar por válidos y lo que es más importante, por valiosos. Pero empecemos por lo que más que apreciable suele ser despreciable.

Un ejemplo evidente que nos sirva como punto de partida es el de los grupos terroristas, o sea, a ETA le importa un rábano la vida de aquellas personas que no son de los suyos, es decir, es impensable que el grupo terrorista se plantee que en su pensamiento político (o en la ausencia del mismo pues los totalitarismos fascistas cancelan toda política al convertirla en lo que H. Arendt llamaba la política total) exista algo parecido a la libertad de expresión, a la igualdad propiciada al amparo de los derechos humanos que nos sugiere nos propone e inaugura la posibilidad irrenunciable de un mundo más justo, a la solidaridad colectiva como vínculo con los más desfavorecidos, al respeto por la diferencia, al diálogo y la deliberación como único instrumento para la resolución de los conflictos, al horizonte abierto por la ilustración como pensamiento crítico, etc.

De otra parte y continuando con otro ejemplo de distinta magnitud, sería de igual manera impensable que cualquier teocracia (recordemos que este palabro hace referencia al gobierno basado en el "poder de Dios" y aquellas figuras legitimadas para interpretar sus leyes) pudiese generar el reconocimiento del género femenino como sujeto en igualdad de condiciones, poder y autoridad que el masculino, sería, por otro lado, impropio en este sistema de gobierno no calificar de herejes o infieles a todas aquellas personas que plantearan la más leve de las dudas y no digamos si pusieran en cuestión algún dogma o ley, de la misma forma el debate y la búsqueda de consensos se halla totalmente ausente pues los "argumentos" son incuestionables y por tanto (ahora sí) dogmáticos.

En algunos totalitarismos se ha cambiado el poder de Dios por el poder del Estado como manifestación del partido único y con las mismas consecuencias se han estigmatizado y perseguido al diferente y a toda aquella persona que pudiese tener un pensamiento propio y diferenciado del pensamiento normalizado entre el rebaño, entre los corderos o entre los camaradas; las masas tienen bastante en común con el pensamiento acrítico y homogéneo pero no es menos cierto que también son notables las diferencias que la modernidad impone, para bien y para mal, a través del consumo.

Es significativo el peligro que supone para esta clase de posiciones frente a lo público que nos eduquemos aspirando a la libertad y la autonomía, defendiendo el respeto y la igualdad frente a la férrea jerarquización de estamentos e ideas que los ejemplos citados contienen. Estos ejemplos se encuentran en los extremos de una forma democrática de entender la convivencia, al cuerpo social y al sujeto que lo constituye.

Mucho más sutil y compatible con ciertos modelos democráticos en los que habitamos, el pensamiento conservador ve en el Estado un ente mínimo cuya única función es la defensa de la propiedad privada y de la libertad, entendida ésta como la no injerencia en los asuntos privados (libertad negativa): ¿es privada la violencia de género o la ejercida hacia los niños?; lamentablemente para algunos extremos si; en cambio, para los mismos el hecho de regular la interrupción del embarazo no es una cuestión privada.

El pensamiento político conservador contiene una doble vía ya que es, a la vez, altamente moralizante, otorgándole a la religión el papel de la cohesión social y la justificación de las desigualdades que el mercado genera. Una perspectiva que viene a decirnos, en definitiva, que la gran mayoría hemos venido a este mundo a sufrir debido a los de-méritos propios y a la falta de adaptación y de competitividad. La justicia aquí queda en manos del mercado que, como se ha visto con toda claridad en los últimos años, se encarga de regular la actividad pública y colectiva como fruto de la armonía que genera el interés propio y la propiedad privada.

Una de las mayores trampas o incongruencias del pensamiento liberal en sus diversas expresiones, es aquella que tan certeramente desveló Ferrajoli, es decir, el pensamiento liberal sitúa en el mismo nivel el derecho a la propiedad privada y el derecho a la libertad siendo una excluyente, transferible y tangible (material), y la otra está anclada de manera intransferible en lo personal y en la dignidad que todo ser humano tiene como individuo. Curiosamente la Iglesia Católica y el pensamiento cristiano manifiestan con razón que la universalidad de los Derechos Humanos tiene su anclaje en la igualdad de todo ser humano al concebir a la humanidad como el conjunto de hijos de Dios y, por lo tanto, de hermanos. Pero no es menos cierto que los pensadores que apostaron por la dignidad del Hombre y por el protagonismo del mismo fueron los perseguidos por esta misma Iglesia que despachaba a los herejes enviándolos a la hoguera, de manera tal que podríamos decir que fueron los humanistas del Renacimiento perseguidos los que abrieron las sendas que posibilitaron la implantación posterior de los Derechos Humanos como tales, no la sombría institución eclesial.

A la vista de lo expuesto podría deducirse que la asignatura de Educación para la Ciudadanía sólo puede generar rechazo en aquellas visiones ancladas en el concepto de los ciudadanos como súbditos, siervos, o especialmente apolíticos e idiotas por naturaleza y cuyo único objetivo es el de maximizar sus beneficios y multiplicar interminablemente su propiedad privada.

Lejos de un concepto del ciudadano como héroe entregado en cuerpo y alma a lo público (ciudadano griego), el planteamiento de la asignatura no es otro que el de conquistar mayores niveles de autonomía y de reflexión crítica (probablemente aquí radique el problema), de respeto y reconocimiento de lo diferente, es decir, independientemente de la religión,de las ideas políticas, de los conceptos de cultura y de la pertenencia cada vez más compleja a una u otra o del equipo de fútbol al que se defienda, existe algo que es lo que nos identifica y nos define como pertenecientes a, como ciudadanos y ciudadanas con toda una carga de derechos conquistados y con un racimo de deberes conquistados también.

Todo derecho genera su correspondiente deber y, por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión genera el deber cívico de atender y oír las expresiones de los demás. El derecho a ser respetado conlleva el deber cívico de respetar y consentir a los demás. Así sucesivamente y esto ni más ni menos es Educación para la Ciudadanía de la que lo más lamentable quizás sea no hacerla recomendable y extensiva al resto de la sociedad adulta y (supuestamente) educada ya.

En definitiva, y parafraseando aquella máxima cristiana que tantas versiones tiene, se trataría de pensar en los demás aunque sólo sea para poder exigir que los demás piensen en mí, algo que de la naturaleza no brota como brotan las narices o las lechugas, sino que se educa. El conflicto es imaginario en la medida en que si hemos aceptado las reglas del juego, sensato será pues enseñar a jugar atendiendo a las normas cuajadas en la Constitución, en la Declaración de los Derechos Humanos, en la justicia y la igualdad como horizonte político que persiguen los procedimientos democráticos y en el respeto el diálogo y la consideración como horizonte ético.

La libertad no es únicamente que me dejen hacer sino un ejercicio exclusivamente humano desde el que desarrollar aquellas capacidades para poder pensar y decidir. Claro que ya sabemos a quiénes les interesa que no pensemos y menos aún nos empeñemos en decidir aunque sea en lo cercano ya que nuestra misión en la tierra es, al fin y al cabo, sufrir y resignarse.

El conflicto imaginario: Educación para la ciudadanía
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