miércoles. 24.04.2024

Por Cándido Marquesán Millán

Todos los acontecimientos históricos tienen unas causas, más o menos escondidas. Nada ocurre en la Historia de una manera azarosa o fortuita. En estos momentos, la mayoría de los politólogos, sociólogos, periodistas o historiadores culpabilizan al neoliberalismo de esta crisis financiera mundial, de cuyo devenir y gravedad nadie se atreve a comentar. Para todos ellos ese apogeo neoliberal se inició en la segunda mitad de los años 70 del siglo pasado, después de la crisis de 1973, que cuestionó todo el modelo económico de la posguerra; y que supuso la imposición de un discurso "casi único" sobre el mundo.

Sus "cantores" -Fukuyama, Huntington, Hardt y compañía- quisieron convencernos de que el mundo global debía ser irremediablemente capitalista, liberal y democrático, en una versión radical desde luego, en la que asumieron que el mercado era la fuerza esencialmente reguladora de la vida social. Su victoria fue producto de muchos años de lucha intelectual. Suele atribuirse al reaganismo, al thatcherismo y a la caída del Muro, pero la historia es más larga. A ella quiero referirme.

Tal como indica Raimon Obiols, al final de la II Guerra Mundial, el keynesianismo era el modelo claramente dominante en la economía y el capitalismo occidental entraba en esa fase expansiva “los treinta años gloriosos, con un crecimiento rápido y sostenido de la economía y un amplio desarrollo, en muchos países europeos occidentales, de las instituciones y procedimientos del Estado del Bienestar de inspiración socialdemócrata.

Para contrarrestar estas tendencias, en abril de 1947 se reunió en el “Hotel du Parc”, en Mont Pélérin, en Suiza, un grupo de 39 personas entre ellas: Friedman, Lippman, Salvador de Madariaga, Von Mises, Popper, Rappard, Röpke....con el objetivo de desarrollar fundamentos teóricos y programáticos del neoliberalismo, promocionar las ideas neoliberales, combatir el intervencionismo económico gubernamental, el keynesianismo y el Estado del Bienestar, y lograr una reacción favorable a un capitalismo libre de trabas sociales y políticas. El objetivo del encuentro se halla sintetizado en el discurso de apertura realizado por Rappard: “La mayor parte de las políticas que se llevan a cabo en el mundo son, de hecho, no liberales y es porque creemos que deberían ser liberales que nos reunimos hoy aquí”. Este combate de los neoliberales fue duro y contracorriente, ya que el momento no era especialmente propicio para tal empeño. También es cierto que no les faltaron apoyos muy poderosos. El mismo Hayek no se escondió a la hora de afirmar los ayudas que recibió de banqueros e industriales suizos, así como fundaciones estadounidenses conservadoras, como la William Volver Charities Trust, a los que pidió financiación para esta reunión internacional con el objetivo de: luchar contra el peligro socialista y estatalista. En definitiva, de lo que se trataba era de plantear una lucha sin tregua para influir ideológicamente en las elites intelectuales, económicas y políticas. Lo que para los observadores contemporáneos aparece como una batalla de intereses contrapuestos, que es zanjada por el voto de las masas, ha sido generalmente decidido mucho tiempo antes con una batalla de las ideas en un círculo restringido. Recientemente, en una entrevista en el diario “Le Figaro”, Sarkozy afirmaba que: “en el fondo, he hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas. Conscientes de esta circunstancia todos los egregios economistas partidarios del neoliberalismo, reunidos en Mont-Pelerin supieron jugar muy bien sus cartas ganando esta batalla, y por ello desde hace varias décadas el neoliberalismo ha tenido estratégicamente la hegemonía ideológica, y también, en muchas ocasiones, tácticamente la hegemonía política. No obstante, también esa apabullante victoria ha sido posible por el adormecimiento de una izquierda autocomplaciente e ensimismada. Como señala Raimon Obiols, si hay tres tipos de gente, los que hacen que las cosas sucedan, los que esperan que las cosas sucedan, y los que nunca se enteran de lo que sucede; los neoliberales pertenecen a la primera categoría y la mayoría de los progresistas a las dos restantes. Y así ha pasado lo que tenía que pasar. Y lo que parece más grave, es que hasta hoy, determinados valores y principios del neoliberalismo la izquierda, incluida la socialdemocracia, no sólo no los cuestiona, es que además desorientada los ha asumido sin ningún rubor. Mas estos valores y principios de la derecha no son, ni pueden ser los de la izquierda del siglo XXI, ya que tal como Eric Hobsbawn diagnostica con claridad: la distinción entre izquierda y derecha seguirá siendo central en una época que ve crecer la separación entre los que tienen y los que no tienen, pero el peligro de hoy es que este combate sea subsumido en las movilizaciones irracionalistas de carácter étnico, religioso o de otras identidades de grupo.

Mas no hay mal que por bien no venga. Confío que ahora, precisamente ahora, en que la socialdemocracia salga de ese sopor. Que su proyecto de sociedad no se limite a un capitalismo acicalado con filantropías que llaman políticas sociales. Ni mucho menos a erigir alternativas revolucionarias anti-status, pero lo que si parece su tarea irrenunciable es a, tras criticar de una manera sistemática las esencias de esta capitalismo global, reconocer sus potencialidades y antagonismos, y, por tanto, definir políticas que obedezcan a cosmovisiones propias y que coadyuven a transformaciones progresistas graduales.

¡Despierta Socialdemocracia!
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