jueves. 18.04.2024

Por Serapio Manuel Rojas de León

El treinta de noviembre de 1997, a eso de las nueve y media de la noche, en la terraza del Hotel Presidente en la Habana, Isla de Cuba, celebré mi cumpleaños.

Suena rimbombante, ¿verdad? En realidad no hubo regalos, ni invitaciones. Ya habíamos cenado. Fueron apenas unas copas de ron y mojitos, que se los pagaba cada bebedor, aunque mis copas cuando fui a pagarlas, ya las habían cobrado y nunca supe quién fue el amable que me invitó.

Que va, que va. No podía ser que anduviera, con lo que supone un evento cumpleañero económicamente, en ese lugar tan lejano. Aunque paupérrimo, fue alegre y estuvo bien. Ni siquiera me cantaron el cumpleaños feliz, pero yo estaba igual de contento sin la famosa canción.

Era la primera vez que celebraba un cumpleaños, si es que a lo descrito se le puede llamar celebración. Nunca más he vuelto a celebrar otro. Es más, ese día, yo no me acordaba. La culpa de la algarabía cumpleañera la tenía un queik. Una especie de tarta no muy grande, que habían dejado en la recepción de forma sorpresiva, los representantes del Municipio de Artemisa, que se habían enterado del asunto a través de mi documentación.

-¿Quién es Serapio Rojas? – Gritó en mitad de la terraza un recepcionista. Sorprendido, me puse de pie y como un colegial levanté la mano. Todos los presentes se me quedaron mirando. - ¡Feliz cumpleaños! Y salieron dos chicas con un montón de platos y cucharas detrás de un camarero que portaba el queik artemiseño, que tan amablemente habían preparado para agasajarme.

- Este queik lo han dejado para usted, con el mejor de los deseos, en el día de su cumpleaños. - Me salieron los colores y hasta se me nubló la vista. Alguien del grupo gritó: ¡Pero si no sabe que es su cumpleaños! Levantó su vaso de tubo lleno no sé de qué y volvió a gritar: ¡Feliz cumpleaños! Todos se pusieron de pie y levantando sus bebidas al aire, me felicitaron.

No lo probé. En mi afán para que el pequeño dulce alcanzara a los máximos posibles, no me dio la oportunidad de saborearlo. Allí les explicaba, a los más interesados, puesto que siempre surge algún curioso, por qué recarajos no me llamaba Andrés y de dónde se habían sacado mis padres el Serapio.

Pues es conocida incluso la copla Noviembre, que te indica claramente, que el día treinta, es San Andrés.

Santa Catalina, Martes,

el veinticinco del mes.

El primero, Todos los Santos

y el último, San Andrés. (Popular)

Formaba parte de ese grupo de canarios que participaba en el encuentro canario cubano de aquel año, y que éramos representantes de las diversas instituciones de las islas. La delegación tenía previsto un almuerzo para el día siguiente, uno de diciembre, con las autoridades cubanas, entre ellos, asistiría a esa jornada el Vicepresidente del Gobierno de la República de Cuba.

Mis compañeros isleños, nada más bajar de la guagua que nos había trasladado, se fueron corriendo en busca de los retretes del lugar, para vaciar lo que al cuerpo le sobraba. Soportaban a su manera una diarrea incontrolada y le echaban la culpa de todas sus cagaleras, al dichoso dulce nocturno de un tal Serapio de Soo, que no se llamaba Andrés, a pesar de nacer un treinta de noviembre.

A unos les dio por reírse de manera casi alocada. A otros, las caras les mostraban unas extrañas expresiones por sus esfuerzos intentando contener lo incontenible. Eran unas regañisas y unas muecas rarísimas. Y unos pocos, a viva voz, no se cortaban un pelo acordándose de todos mis familiares difuntos. Sí, literalmente. Se estaban cagando en todos mis muertos, nunca mejor dicho.

¡Qué interesante no hubiera sido contar con un video, con muchas de nuestras autoridades isleñas de aquel momento, cagándose patas abajo en un acto de tanta importancia!

En cambio, un representante del municipio de Tías no se inmutaba, no entendía por qué, puesto que a él también le di su ración como a los demás. Éste viajaba entretenido y casi se meaba de risas y carcajadas, provocando reacciones asesinas en los otros, que querían matarlo por semejante reacción tan divertida, en una situación tan desesperada.

Era este tiense, quien les explicaba, cuando podía y lo dejaban los demás, que lo del queik cubano de la noche anterior, había sido una mala casualidad, porque en realidad, aunque constaba en el DNI lo del treinta, yo había nacido un veinte y siete de noviembre, tres días antes.

- ¡Pero coño! - Soltaba uno de aquellos diarreicos – ¡Que el veinte y siete de noviembre tampoco es San Serapio!

- ¡Ese cabrón no tiene santo! - Chilló otro afectado. La guagua iba de un divertido que te cagas. Yo no sabía donde meterme.

Me daban mucha pena los pocos que iban dobladitos, con la cabeza entre las rodillas, intentando concentrarse para aguantar lo máximo sin defecar, antes de llegar a nuestro destino.

Quise defender que el pastel de Artemisa no tenía la culpa de sus males, pues el risueño de Tías también había comido y sin embargo, no tenía síntomas estomacales que le afectaran al intestino.

Ese sinvergüenza del municipio de los gruñones, soltó una carcajada más sonora que las anteriores. Nos explicó que su trozo de tartita se lo había dejado a una de las recepcionistas del hotel y que él había comprobado antes de salir para el encuentro con las autoridades cubanas, que esa muchachita no había ido a trabajar por indispuesta.

Los otros, al oírle la anécdota y pensando en los retorcijos de aquella pobre chica, también quisieron reírse, pero se aguantaron fingiendo un cabreo descomunal y observándome con ojos de muy mal mirar, trataban de olvidar aquel efecto que les aquejaba.

Uno de los nuestros, parece que más afectado que el resto, recurrió aquella tarde noche a un doctor. Ese profesional de la medicina, le explicó y casi lo apabulló con toda una disertación bastante larga, sobre las propiedades insanas del agua, de manera que le aconsejó, que del grifo no se le ocurriera probar ni una gota.

Con cierta estupefacción, nos revelaba después este paciente, que cuando le dispensó la pastilla para que se la tomara, el médico se fue al grifo y le endilgó el vaso de agua que tanto le aconsejó no beberse. “O me muero, o de este susto se me quita la diarrea”. Nos dijo que pensó en el acto.

Bueno, que al final, el hombre encontró en el susto su remedio. En realidad, pronto todos superaron la extraordinaria alegría incontenible que les supuso mi emocionado cumpleaños habanero.

Regresamos sanos y salvos. Unos más y otros menos izquierdosos si se quiere, pero sobre todo, más conscientes de una Dictadura provocadora del hambre y la miseria de aquellas gentes en la estupenda isla caribeña. Sustituyeron a unas autoridades por otras y al resto del pueblo los convirtieron en iguales. Todos esclavos de los nuevos gobernantes, que ya están algo viejos. Quién nos iba a decir, presumidos de mierda, que apenas quince años después, nuestra jaleada Democracia, nos dejaría igual de hambrientos y míseros.

No hay sistemas buenos o mejores, está claro. Son las personas con su seriedad, responsabilidad, sentido del deber, con honor, inculcadores del respeto, la tolerancia, la enseñanza a que el otro también tiene derechos, los esfuerzos comunes y el desarrollo de las distintas capacidades en paz y libertad, los que consiguen que cualquier país o región progresen indefinidamente y mejoren la calidad de vida de las personas que conjuntamente habitan y se respetan en un mismo lugar. El sistema ideológico no importa, si las personas son consecuentes y honestas en su labor.

Les agradezco infinito a las autoridades de Artemisa que no me denunciaran, cuando en la cena de clausura del encuentro, con la presencia otra vez del Vicepresidente del Gobierno de Cuba, casi les grité, que en 1.959 lo de la Revolución estaría bien, pero que estaba claro que ya era necesaria la Contrarrevolución. No les describo las miradas de las autoridades cubanas alrededor de la mesa donde me encontraba. Sus expresiones tampoco. Escapé. Bueno, me dejaron escapar.

Les llevábamos de casi todo en nuestra presumida abundancia. Estuvo bien, y de eso no hay que arrepentirse jamás. Las personas no tienen la culpa de sus indignos gobernantes. Ahora, son los nuestros los que apenas tienen para el material escolar y ya son demasiados los pequeños que van a la escuela sin desayunar. Los de aquí, son igual de indignantes.

Cuando llegamos, nos encontramos, además, con que nuestro Cabildo Insular, le hacía entrega del Título de Hijo Adoptivo de Lanzarote a José Saramago. Llegué a tiempo y pude asistir al acto en los Jameos del Agua. Más empancho comunista no se podía pedir aquel final de año.

Allá, en la isla del azúcar, el ron, la guayaba y los puros, se escuchaba a cada rato una canción que decía “Y el Comandante mandó a parar”. Llevan más de cincuenta años tratando de arrancar de una jodida vez. Todavía continúa la misma música

Cumpleaños caribeño
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