jueves. 28.03.2024

Víctor Corcoba Herrero

Podríamos empezar el artículo diciendo que cuando la pobreza entra, el desamor sale. Decirnos, por dentro, que el hombre nació a la barbarie cuando la envidia se hospedó en su alma y el odio se enquistó en la conciencia. Acordarnos más de los pobres, que viven en la desnudez y en la carencia, no para que nos de lástima y saldemos nuestra propia deuda con una limosna, sino para ayudar a que puedan vivir dignamente sin recibirla. Seguramente tenemos que hablar menos de ellos y hacer más por ellos. Sin embargo, hoy quiero meter baza y hablar por boca de los labios del corazón. En principio, me alegra saber que en la agenda del Gobierno español aparezca como prioritario un desarrollo humano equitativo y sostenible. Pero, realmente, ¿esto en qué se traduce? La cuestión, a mi juicio, radica en que nos solemos quedar en el buen propósito del deber ético. Lo que hace falta ahora es persistir en el compromiso y afanarse en buscar medios eficaces para lograr que las ayudas alcancen a los más pobres, que a lo mejor hasta los tenemos de vecinos, y se produzca una distribución más justa de los recursos del hábitat.

El auxilio al desarrollo nunca es suficiente. Los sistema de producción son humanos y, por consiguiente, imperfectos. Suelen generar desigualdades. Hace falta que los remedios también lo sean en su integridad, o sea, ampliando derechos, oportunidades y capacidades de la población desfavorecida. Y que, además, llegue el amparo a los que tiene que llegar, a los más míseros. Todo ello, requiere habilitar fondos suficientes para hacer frente a programas diversos. Efectivamente, la lucha contra la pobreza va más allá de las meras migajas. El problema se debe afrontar con políticas sensibles hacia todos los sectores. En especial hacia los que menos tienen, acrecentándoles los apoyos. Es la única manera de que no existan polígonos de marginalidad como hoy existen en los extrarradios de todas las ciudades.

Es de justicia que tengamos cada día más una presencia activa en muchas de las crisis humanitarias que existen en el mundo. Frente a esos poderosos mercados abiertos, globalizados, es necesario proporcionar sistemas capaces de armonizar lo económico con el desarrollo social, sobre todo, capacitando a las personas que viven en la pobreza para que puedan avanzar y que nadie pierda el tren. Las personas que viven en la indigencia, o en el endeudamiento total, se merecen igual dignidad que los pudientes. Por desgracia, a veces, se les niega hasta la escucha. Todo lo contrario a lo que se pregona. El mundo se vuelve oscuro, sucio a los ojos de la razón y el saber se torna interesado.

La brecha entre ricos y pobres, lejos de cerrarse se abre todavía más. Una buena parte de la población mundial consume a lo loco, sin importarle nada ni nadie. Los especuladores se hacen reyes y los pobres vasallos como en los mejores tiempos de la esclavitud. Por volver los ojos a los muros de la patria mía, el crecimiento económico generado en los últimos años tampoco ha contribuido a que tengamos garantía plena de derechos ni a mejorar los principios rectores de la política social y económica, en el sentido de mejor protección a la salud, a la familia y a la infancia, a la redistribución de la renta y del pleno empleo, al medio ambiente y a la calidad de vida, al derecho a la vivienda y a la utilización del suelo, etc. Más bien, al contrario, se han alejado los extremos (la clase alta de la baja) y la injusticia ha tomado posiciones tan reales como la vida misma.

Los desniveles alcanzan cotas escandalosas. Parece como si las condiciones favorables para el progreso social y económico estuviesen más del lado de las gentes de mayor poder adquisitivo. Analicemos este dato efectivo: el endeudamiento de las familias españolas no ha dejado de crecer. La relación entre familia y pobreza nos hace distintos. Por eso, es fundamental que la institución de la familia reciba protección y apoyos plenos. Lo que hoy no recibe. O no llega. Hay que poner de moda la agenda de la solidaridad continua, constante y perenne. Es bueno que todos alcancemos el nivel de dignidades, es lo menos que se puede pedir, con un desarrollo sostenido centrado en la persona sobre todo lo demás.

Lo peculiar del momento actual no son la inseguridad y la crueldad, sino el desasosiego y la pobreza. Resulta que la criminalidad baja menos de lo esperado. Atajar los delitos que, a diario, se producen en las ciudades hoy, es casi un imposible. Estoy convencido de que si utilizáramos más la coherencia en las diferentes políticas de nuestros gobiernos estatal, autonómico, local e institucional para que todas ellas contribuyeran a la erradicación de la pobreza, priorizando asistencia y prestaciones vitales, se producirían menos hechos delictivos. La exclusión, tan descarada como actualmente existe, suele generar este tipo de ambientes convulsos. Cuando las garantías económicas, sociales y culturales de la familia están cubiertas, en condiciones de igualdad, con un trabajo digno, renta suficiente, salud y educación; toda la sociedad, en su conjunto, se vuelve pacifica y pacificadora.

Seguramente, en la actualidad, también coexista otra pobreza que no lo es, que no viene tanto por la falta de medios para el sustento como por la multiplicación de los deseos. La historia nos recuerda que los grandes corazones tienen voluntades y que los débiles tan solo deseos. Convendría tomar razón. También, esa misma tradición, nos apunta: que no hay progreso en el bienestar cuando una creciente parte de los trabajadores reconocen tener el síndrome del quemado, no llegar a final de mes, y por las plazas se congregan pobres, desdichados, con la soledad a cuestas, y una juventud que para divertirse necesita bañarse en alcohol. Quien a ellos incondicionalmente ayuda, (a todos estos pobres del nuevo milenio), es un verdadero libertador y un incorruptible de la justicia. Yo así lo nombro y lo elevo a los altares del ejemplo.

Cuando la pobreza entra, el desamor sale
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