jueves. 28.03.2024

Mediante correo electrónico dirigido a la dirección que aparece justo al final de estas líneas, un lector me afea la columna de ayer que le dedicábamos a la flamante presidenta del Cabildo de Lanzarote, doña Manuela Armas Rodríguez (Mela para los amigos y demás personas piadosas). Me hago eco de un fragmento de su crítica porque viene firmada con su nombre y apellidos (muy conocidos en la isla, por cierto), y el hecho de dar la cara siempre me merece mucho más respeto que el otro de tirar la piedra y esconder la mano bajo el casi siempre cobarde anonimato.

El hombre argumenta su queja: “No había leído hasta ahora ninguna crítica a la nueva presidenta cabildicia, aparte de la de usted, y creo de verdad que se precipita porque hay que conceder al menos los habituales cien días de gracia al político que acaba de tomar posesión de su cargo”.

Vayamos por partes, para no confundir gimnasia con magnesia ni el culo con las témporas. Aunque no está escrito en ningún lado que nadie -y mucho menos la prensa- está obligado a concederle al cargo público al que le paga su sueldo ni cien días ni cinco de gracia o indulgencia alguna, acepto el convencionalismo y me sumo a él. Pero no es cierto que ayer se vertiera aquí crítica alguna a la gestión de Manuela Armas, por la razón lógica, obvia y elemental de que todavía no ha habido tiempo para gestionar nada. En realidad, el tirón de orejas no iba dirigido a una persona en concreto sino a un concreto modo de (mal) hablar, en el que de forma momentánea o episódica (quiero creer que es así) había caído la presidenta (o la hicieron caer manos ajenas), a la que avisábamos con la mejor y más noble intención del mundo para que en próximos discursos oficiales, institucionales o personales no vuelva a tentar esa peligrosa suerte, so pena de marear a la audiencia con un mínimo de oído, tacto o gusto lingüístico, que haberla hayla, incluso en estos tiempos de perdición, cuando hasta los académicos de la Lengua (algunos) escriben mal y hablan peor (podemos dar ejemplos a puntapala, pero ya no nos caben en esta columna).

No, no tiene nada que ver lo de los cien días de gracia con el hecho de hacer ver que no tiene ninguna gracia patear de forma impune (“inmune”, como dice mi concejal de Cultura favorito) la lengua utilizando un lenguaje que la degrada. Yo me gano la vida con el mismo idioma que me da de comer, y por eso le debo al menos cierto mimo y cuidado en su manejo. El mismo mimo y cuidado que le pone -un suponer- el jardinero a sus plantas, flores y capullos. Y no soy el único que se sabe en deuda con el habla que le legaron sus antepasados. Más de uno le debe, por ejemplo, la novia que no se merece, allá cuando la engatusó con un poema que presentó como propio después de haber utilizado el afamado método literario de Ana Rosa Quintana (cortar, copiar y pegar). Todos, en el fondo, estamos en deuda con esa cosa con la que pensamos (quienes lo hacen), escribimos, razonamos, soñamos... y suma y sigue. ¿No se merece al menos un respetito y un mínimo cuidado algo que da tanto y apenas pide nada a cambio? De desagradecidos está el infierno lleno, como es triste fama.

NOTA AL MARGEN (o no tan al margen): Recibo por el otro correo tradicional (o sea, el lento, no el electrónico) la atenta y habitual invitación de don Juan Fernández-Layos Rubio, presidente del Instituto de Cultura de la Fundación Maphre, para que me deje caer por la inauguración oficial de la colección denominada “Bagaría en el sol: política y humor en la crisis de la Restauración”. Pero, para humor del bueno y del fino, el de Correos, que corre que se mata y me entrega el sobre justo unos días después de celebrado el acto de marras (el pasado martes, 26 de junio del año en curso). No suelo acudir a actos sociales ni amarrado ni harto de güisqui. Como dicen en Andalucía con esa redundancia llega de gracia que se gastan por allí, estoy “completamente del todo” cansado de esas ceremonias, a pesar de haber asistido a tres o cuatro en mi vida, como mucho (y ya me parece excesivo). Pero, así y todo, me gusta ser yo mismo el que decida si voy o no voy a donde me invitan. Y no termina de hacerme gracia que esa sublime decisión la tome Correos por su cuenta y riesgo, sin consultarme. Manías mías. ([email protected]).

Correos sin prisas
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