jueves. 18.04.2024

Por Cándido Marquesán Millán

Una de las características del hombre actual del mundo desarrollado es la vorágine desenfrenada por el consumismo y la diversión, síntomas de una especie de infantilismo perpetuo, producto de un desencanto y desasosiego perpetuos. Y especialmente, en estos días de Navidad. Hoy en España, disfrutamos de unas cotas de libertad y de bienes materiales, como nunca antes en la historia. Con el advenimiento del Estado de Bienestar, todo ciudadano está cubierto ante cualquier contingencia que se le pueda presentar, sea la que fuere: vejez, paro, enfermedad, etc. Sin embargo, no por ello estamos más satisfechos. Todo lo contrario, nunca como ahora, mostramos tanto desencanto y desazón, lo que no deja de ser paradójico. Por ello, buscamos diferentes válvulas de escape.

Una de ellas es el consumismo. Ese frenesí enfermizo de consumir no significa mayor liberación, sino todo lo contrario, mayor esclavitud. Lo queremos todo aquí y ahora, como si fuéramos niños. El principio cartesiano de: Cogito, ergo sum; hoy debería sustituirse por: Consumo, ergo sum. El consumo se ha convertido en una religión degradada, es la creencia en la resurrección infinita de las cosas, cuya Iglesia es el supermercado y la publicidad los Evangelios. Acudimos a los Grandes Almacenes a comprar, en la mayoría de las ocasiones objetos fútiles, no para disfrutarlos, sino para aquietar nuestro desasosiego. Por ello, nos sentimos melancólicos y nerviosos los domingos, porque ese día los establecimientos comerciales permanecen cerrados, la actividad está suspendida; y nos encontramos entregados y enfrentados a nosotros mismos, a nuestra desazón, vagando por las calles como almas en pena. Esperamos con fruición los lunes, para que los comercios vuelvan a subir las persianas y así nos recuperamos de esa especie de zozobra aflictiva. Si ya tenemos este sentimiento consumista todo el año, este se intensifica en estos días, que nos empuja, en una especie de locura colectiva, a comprar por comprar, como si nos fuera la vida en ello.

Compramos de todo: belenes, vírgenes, reyes magos, sanjosés, corbatas, zapatos, consolas, muñecas, ordenadores, colonias, ropa interior, etc. Estas fiestas se traducen en una orgía adquisitiva, facilitada por la paga extra, aunque pronto está hipotecada. Es una desvergüenza mercantil única en todo el año, que nos deja a todos al borde de la bancarrota. Y si se acaba el dinero efectivo, da lo mismo, para eso están las tarjetas de crédito, con el que pedimos prestado al futuro. Como en el famoso cuento, se trata de suprimir cualquier intervalo entre la formulación de un deseo y su consecución: lo único que importa no es lo que puedo, sino lo que quiero. La tarjeta de crédito nos oculta el sufrimiento de tener que pagar para obtener las cosas, y al no pagar con dinero, creemos que todo es gratuito. Se acabaron las costosas contabilidades. La hipoteca del futuro es poca cosa comparada con la extraordinaria felicidad de tener de una manera inmediata lo que se codicia. Mas al final la verdad desagradable asoma, y el pago efectivo llega inexorablemente.

Otra válvula de escape es el afán desenfrenado por la diversión- otra manera de consumismo-, como si fuéramos niños. Creemos tener derecho a la diversión perpetua. Estamos convencidos. Por ello sacralizamos los fines de semana. Nada lo demuestra mejor que esa auténtica locura por salir a la montaña y a la playa, nada más llega el mediodía de los viernes. No nos detiene nada. Este sentimiento también se multiplica en estas fiestas. Tenemos que divertirnos mucho más. Para ello buscamos trajes cada vez más caros y sofisticados, y cotillones más pantagruélicos en los hoteles o restaurantes más suntuosos para la noche de Fin de Año. Como si todavía no fuera bastante necesitamos, a veces, viajes a los lugares más exóticos y sorprendentes. Ya nos sabe a poco hacerlo a St. Moritz, en los Alpes Suizos; o a Punta Cana, en la República Dominicana. El precio no importa. Todo sea por disfrute, la diversión y el goce continuo. Tenemos derecho al descanso y relax, después del largo año de duro trabajo. Pero, cuanto más gastamos, más salimos, más insatisfacción. Nunca estamos contentos. De ahí el malestar del día después y los traumas posvacacionales.

La diferencia entre el antes y el ahora es grande. Antes, nuestros padres nos educaban para ahorrar, ahora a nuestros hijos los educamos para consumir. Ahora, los padres acostumbramos muy pronto a nuestros hijos; antes de que sepan andar, los llevamos en sus cochecitos, a los Grandes Almacenes. No queremos que sean unos adaptados. Hay que prepararlos, no vaya a ser que les generemos algún trauma.

El consumir y divertirnos en estas fechas es inevitable, pero si que deberíamos hacerlo de una manera razonable, sensata, responsable, sostenible y solidaria. Tendríamos que pensar sobre la necesidad o no de los productos que vayamos a comprar; en no olvidarnos de nuestra salud, y así evitar la ingesta masiva de alimentos y bebidas alcohólicas. Tener en cuenta que lo más publicitado no es lo mejor; comprar juguetes educativos, y no sexistas, discriminatorios o violentos; considerar las repercusiones medioambientales del producto comprado, así como un consumo justo, ya que detrás de todo producto hay una mano de obra y en numerosas ocasiones explotada.

Consumo, Ergo Sum
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