viernes. 29.03.2024

Por Cándido Marquesán Millán

Una cuestión que suelen plantear politólogos, filósofos, historiadores y demás científicos sociales es la compatibilidad entre capitalismo y democracia, aunque no con la frecuencia que sería deseable. Resulta sorprendente, tal como señala Juan Carlos Monedero en su libro extraordinario El Gobierno de las palabras, lo mucho que han avanzado últimamente la física, la química, la biología, la neurociencia, la genética, la astronomía, mientras que las ciencias sociales, por el contrario, están estancadas, justo cuando los daños en los sistemas sociales son tan grandes. Quizá este silencio de las ciencias sociales no es desinteresado.

La dirección que ha tomado la ciencia social es al servicio del propio sistema. El mismo que permite a 1500 millones de hambrientos, el que ha destrozado el planeta tierra, el que ha entregado a mafias y grupos privados los medios que antes, en manos de un Estado interventor, buscaban el bienestar colectivo, el que mantiene en el desempleo a millones de seres humanos o el que entrega a unas centenas de personas tanta renta como a la mitad de la humanidad.

Se han olvidado sin razón algunos asuntos que, presumiblemente, podrían cambiar el comportamiento social. Hay miles de tesis doctorales sobre magnitudes monetarias y mercados de equilibrio –que no sirven para predecir crisis económicas– o sobre sistemas electorales que invitan a la obediencia, pero son muy pocas las que cuestionen el estatus de alguna institución, que alumbren caminos alternativos o que inviten a la desobediencia ciudadana. Hay asuntos desechados: ¿Cómo es posible que en la crisis actual que los ricos sean cada vez más ricos sin que haya una contundente protesta ciudadana? ¿Qué relación hay entre la riqueza del norte y la pobreza del sur? ¿Cuál es la relación entre las desregulaciones llevadas a cabo por gobiernos liberales o socialdemócratas y la crisis financiera? ¿Es compatible la democracia con el capitalismo? Estas cuestiones no interesan a la academia. Dentro de las ciencias sociales son especialmente los economistas los que especialmente se han puesto al servicio del gran capital.

Joaquín Estefanía en su libro “La economía del miedo” indica que en unas declaraciones, el biógrafo canónico de Keynes, Robert Skidelski, calificaba a los economistas hegemónicos de “mayordomos intelectuales de los poderosos” porque han respaldado las opiniones de estos siempre que ha sido necesario, con el objeto de que se adecuaran a los estados de ánimo dominantes. Todos estos economistas desalmados deberían recordar las palabras de Keynes, el cual siempre creyó en las ideas, persuadido de que se paga un alto precio por las falsas y que las adecuadas son aquellas que ayudan a resolver los problemas acuciantes de su tiempo (del nuestro también), el de la pobreza y del desempleo. Al fin y al cabo, la calidad de una teoría se trasluce en la capacidad que tenga de dar alguna luz a los temas que importan de verdad, al incidir sobre el margen de libertad y nivel de vida que disfrutemos.

Hecha esta extensa introducción sobre la perversión y la carencia de ética en buena parte de los científicos sociales, que se ponen al servicio de los poderes establecidos por un plato de lentejas, lo que no deja de ser una especie de prostitución, entro en el tema del título. En estos momentos de dominio completo de la economía, es sintomático que el término “capitalismo” ha desaparecido de la terminología económica. Tanto para su descripción y crítica como para su ocultación de la realidad, capitalismo es un vocablo caído conscientemente en desuso por completo, siendo sustituido por el de “economía de mercado”, tanto en las conversaciones de la gente común como de los profesionales, y, por supuesto, en los medios de comunicación. Este camuflaje se explica porque el objetivo es el de ocultar las injusticias del sistema económico vigente, que obviamente es precisamente el causante de la situación actual en la que estamos sumidos. Dice muy bien Emilio Lledó, “si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras acabaremos siendo inconformistas con los hechos”. El uso del lenguaje nunca es desinteresado.

En cuanto al concepto de democracia teóricamente es un régimen basado en el sufragio universal, el pluralismo político, las libertades de expresión, ideológica, de información; el gobierno de las mayorías frente al de unos pocos o uno solo y capaz de maximizar la autodeterminación política respetando a las minorías.

Según Boaventura de Sousa Santos, el capitalismo concibe a la democracia como un instrumento de acumulación; si es preciso, la reduce a la irrelevancia y, si encuentra otro instrumento más eficiente, prescinde de ella (el caso de China). Ya lo hizo, según Antoni Domenech, cuando el gran capital apoyó al régimen nazi, con el objetivo de desactivar las reivindicaciones de la clase obrera y así producir más beneficios empresariales. Se ha olvidado interesadamente que, además de unos cuantos mamarrachos del partido nazi, en los juicios de Nuremberg fue juzgada –y condenada—como responsable última y beneficiaria principal de los crímenes nacionalsocialistas la crema y la nata de la oligarquía industrial y financiera alemana: los Flick, los Siemens, los von Thyssen, los Krupp, etc., etc.

Como también indica Gerardo Pisarello, en 1975, la Comisión Trilateral, organización internacional surgida a instancias de David Rockefeller, elaboró un informe en el que se decía que la democracia en muchos países estaba en una encrucijada, con una pérdida de legitimidad, ya que muchos regímenes políticos estaban siendo sometidos a un exceso de demandas políticas y sociales por parte de la ciudadanía.

A juicio del informe, la solución era: atenuar el alcance del principio democrático, reduciéndolo a la participación esporádica en las elecciones más o menos competitivas, y evitar que los parlamentos pudieran condicionar en exceso la libertad del mercado capitalista. Luego con la caída del Muro de Berlín el ataque al sistema democrático ha sido implacable, sin que se vea cambio alguno en esa dirección. Muy al contrario, el ataque a la democracia se va incrementando cada vez más. Lo estamos constatando en nuestro país, ya que un programa electoral votado por los ciudadanos es arrojado por los gobernantes al cubo de la basura, porque lo exigen los mercados, cuyas voces las defienden determinadas instituciones como la Troika, a las cuales nadie ha elegido. Aduciendo como excusa que está cumpliendo con su deber. Como señala Antoni Domenech, las grandes multinacionales se permiten también amenazar a sus gobiernos con migrar a países más “libres”, si no rebajan la presión fiscal o les ofrecen todo tipo de condiciones favorables –verbigracia: subvenciones públicas—para sus inversiones: así lo hizo a finales de los 90 el presidente de Mercedes Benz, que advirtió expresamente a Schröder que trasladaría toda su producción a los EEUU, de concierto con el gigante automovilístico Chrysler, para conseguir del canciller la destitución fulminante de su ministro de Hacienda, Oskar Lafontaine (quien narra el episodio en sus ácidas e instructivas memorias). Es inadmisible e inmoral que una decisión tomada democráticamente pueda quedar anulada el día siguiente por una agencia de calificación o por una bajada en la cotización de las bolsas.

Por ello, son totalmente válidas las palabras emitidas hace unos años del escritor norteamericano Gore Vidal: “La democracia es manifiestamente un lugar en el que se da un sinnúmero de elecciones con inmensos costes sin asuntos programáticos de por medio y con candidatos intercambiables”. Si hoy hubiera unas elecciones en España, los programas de los dos grandes partidos serían en lo fundamental idénticos. El PSOE dudo mucho que modificara la reforma laboral, los recortes sociales, la política energética y la política exterior puestas en marcha por el PP. Ni tampoco se plantearía una reforma electoral, ni constitucional, ni de la Jefatura de Estado. En lo fundamental, insisto, serían programas intercambiables, salvo en pequeños matices para salvar las apariencias, ya que la hoja de ruta está marcada por instituciones no democráticas.

Por ende, fueron premonitorias las palabras expuestas en 1996, del gran filósofo Norberto Bobbio con esa perspicacia que le caracterizaba, planteando la cuestión con claridad: “El capitalismo ha sido hasta hoy el único sistema económico que la democracia haya tolerado. No digo que el capitalismo sea algo incondicional para un ordenamiento democrático, pero lo soporta por ahora. Sin embargo, este abrazo de la democracia y el capitalismo- me lo preguntó- ¿no podría en un cierto momento transformarse, por el contrario, en un abrazo mortal? Y ello porque en un sistema económico de mercado, en el cual todo puede ser reducido potencialmente a mercancía, también sin duda alguna el número de votos se convierte en tal mercancía. Hasta ahora el capitalismo ha sostenido y soportado así a la democracia, pero hoy podría resultar que a lo que aquél lleve sea precisamente a la degeneración de la democracia”.

Capitalismo y democracia
Comentarios