viernes. 29.03.2024

Víctor Corcoba Herrero

Los cementerios están cuajados de flores y de gentes en noviembre. Morir, en realidad, es el vestido que viste la vida en su noria existencial. A pesar de todas las distracciones que nos pueden tener entretenidos, cuando se pierde a un ser querido nos hace despertar, haciéndonos sentir la muerte como una presencia que ahí está. Creo que es la ocasión propicia para hacer un alto en el diario de la vida, mirar al horizonte como peregrinos de sueños y contemplar los colores de la eternidad con los ojos de la esperanza. Seguro que, para ello, tenemos que desnudarnos de todo materialismo y dejar que la rosa del alma nos clarifique los caminos. Las sendas no se trazan poniendo el dinero por delante. Lo trascendente es más del verso y la palabra, de los recuerdos y preguntas, de las emociones y vivencias, de los sentimientos y sabidurías. Las puertas perecederas de la tierra pueden abrirse por caudales, pero uno puede abrir las puertas del cielo sin poner peculio alguno injertando poemas en el alma.

La estampa en noviembre es el más hondo poema a la vida. Gentes y flores conviven en los cementerios bajo el lenguaje de la meditación. Y esto ya es vivir. Llegado el tiempo, también a nosotros, aunque a veces pensemos que somos imprescindibles aquí abajo, nos visitará la muerte y la inmortalidad nos asistirá para siempre. Cada sorbo de vida es un trago hacia la expiración. Alguien dijo, precisamente, que esta existencia es una muerte que viene. La solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos suscitan cada año, como por arte de magia, un intenso y extenso clima reflexivo, a pesar de otras manifestaciones consumistas que se van imponiendo. En cualquier caso, festejar a los muertos y los santos, en modo positivo e incluso simpático, también puede llevarnos a una visión de la muerte como un acontecimiento humano, natural, del que no hay que tener miedo. Sin embargo, a pesar de tanto festín, por este tiempo de pálido noviembre, suele habitar en nosotros, un aire triste pero sereno. Solemos tener subida la melancolía a flor de piel. Envueltos en esta particular atmósfera poética, nos hallamos en torno al recuerdo de los que nos precedieron, unidos como ramas al árbol de la vida. Nuestra naturaleza está en movimiento. Todo es un ir y venir y un volver y un llegar. La cuestión es alcanzar el cielo y tomar la herencia incorruptible del caminante.

Ciertamente, el máximo enigma de la vida humana es la muerte; una misteriosa escena plagada de literatura. Igual que el suspiro del aire cuando besa la tierra es una música que nos estremece, también el tránsito es un eterno sollozo que nos agita. En medio del asombro, siempre vive la cruz como signo humano de refugio y como signo divino de toda persona inquieta que busca. Evidentemente, algún día seremos nosotros los que morimos. Cuidado con pensar que siempre son los demás los que se mueren. Mientras tanto no es mala compañía dejarse llevar por los santos de carne y hueso, que -a mi pobre juicio- no son otros que aquellos que saben levantarse y volver a caminar.

Meses antes de fallecer, en junio de 1990, ya muy visitado por la hermana enfermedad, el periodista, sacerdote, escritor y poeta José Luis Martín Descalzo, escribió, con jirones de su propio cuerpo y de su propia alma, versos bellísimos y tan cristianos sobre la muerte. Dicen así: “Morir sólo es morir. Morir se acaba. /Morir es una hoguera fugitiva. /Es cruzar una puerta a la deriva/y encontrar lo que tanto se buscaba. /Acabar de llorar y hacer preguntas, /ver al Amor sin enigmas ni espejos; /descansar de vivir en la ternura; /tener la paz, la luz, la casa juntas/y hallar, dejando los dolores lejos, /la Noche-luz tras tanta noche oscura”. En este pasar las hojas del calendario, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas sigue siendo el mismo: el anhelo de la inmortalidad.

Algún día seremos nosotros los que morimos
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